jueves, 16 de septiembre de 2010

el Alpe d'Huez, la novela

Uno, que es hijo de su época tanto como de sus padres, creció y se educó bajo el auspicio de una idea tan extendida como arbitraria según la cual ese concepto de límites imprecisos que la progresía de este país llama “la cultura”, es un estadio mayor en la evolución del ser humano que el del deportista. Así que atrapado en ese ridículo complejo de superioridad que permitía a los hombres de letras mirar por encima del hombro a los atletas, viví mi infancia y mi adolescencia, admirando con cierto complejo de culpa más a Perico Delgado, Fernando Martín o Emilio Butragueño que a Pedro Almodóvar, Gloria Fuertes o Serrat. El ciclista más grande jamás sería tan importante como el escritor más pequeño.

La reflexión y el paso del tiempo, de la mano, me apartaron de esta especie de mentira colectiva y me convertí en mero espectador, de unos y de otros y de su absurda disputa. y me entregué, eso si, al disfrute de lo que ambos eran capaces de ofrecer, me entregué al goce y la admiración de los límites que, como especie, somos capaces de transitar. Sin culpa. Sin bando. Porque tan cierto como que sólo hay un Paul Auster es que sólo hubo un Induraín y que ninguno de los dos es más digno en lo suyo que el otro.

Adoptada, creo, la postura más racional reparé entonces en que ambos mundos son más complementarios de lo que parecen a simple vista y que el artista puede encontrar inspiración en el deportista y viceversa, y todos los demás en ambos, que no se olvide.

De todas las prácticas deportivas, el ciclismo es, sin duda, de las que tiene una mayor carga dramática y épica, tan favorables a la exaltación que casi todas las expresiones artísticas llevan a cabo de los hechos cotidianos. Porque lo cierto es que el ciclismo no necesita casi de esa tendencia hiperbólica, el ciclismo es una exageración en si mismo. Entonces ¿por qué los productos artísticos que tienen el ciclismo como contexto son casi inexistentes? A esto aún no tengo respuesta concluyente pero me imagino que algo de ceguera y un poco de prejuicio tendrá que haber.

Sin embargo, entre este erial ciclista del mundo de “la cultura”, hace ya casi veinte años descubrí un libro que no leí, devoré en tres días cuando cayó en mis manos y que desde entonces habré leído no menos de cinco veces, incluso lo he perdido y he vuelto a comprarlo. Hablo de El Alpe d’Huez, de Javier García Sánchez. Es un libro sobre el ciclismo como deporte pero sobre todo del ciclismo como forma de vida. De la primera lectura me quedé con la ansiedad por llegar a su final y descubrir si la locura de Jabato tenía final feliz. De las demás lecturas me quedo con la segunda parte, con la del ciclismo como metáfora, de la del ciclismo como escuela. Y es que en el Alpe d’Huez, encontré la sustancia misma de lo que está compuesto este deporte. Y me ayudo a descifrar en parte, no del todo, el misterio por el que un día me subí en una bici y aún no soy capaz de encontrar el argumento para bajarme de ella.

El ciclismo, no me refiero a la competición profesional tanto como a la práctica de aficionado, es la metáfora última y perfecta de nuestra existencia. En él están condensadas todas las batallas que uno llega a librar a lo largo de su vida y se pueden trasladar las enseñanzas aprendidas en la carretera a los aconteceres cotidianos casi sin necesidad de interpretarlos porque el ciclismo no es un lenguaje codificado que necesite de traducción. La paciencia y el espíritu de sacrificio como instrumentos elementales en la consecución de cualquier objetivo, valorar ese esfuerzo como un fin mismo, como un aprendizaje, comprender que no existen atajos cuando uno se enfrenta a si mismo en la más absoluta soledad, compartir esa paradójica soledad del que pedalea rodeado de gente, que parecida a la soledad con la que uno avanza por su vida rodeado de aquellos a los que quiere pero no son él, el desafío irracional que supone hallar los límites físicos y mentales de uno mismo, bordearlos y llegar un poco más allá, porque siempre se puede ir un poco más allá, la inabarcable satisfacción de haber salido victorioso, el necesario e inevitable fracaso puntual que nos educa en la humildad de aceptar nuestro verdadero lugar en el mundo. Todo esto y algunas lecciones que supongo aún nos resta por aprender, están reflejadas en ese homenaje al ciclismo en forma de libro que es el Alpe d’Huez, una historia que ama aquello de lo que habla como sólo pueden amarse las cosas que nos dan la vida, que son la vida misma.

viernes, 10 de septiembre de 2010

el villano que el ciclismo necesitaba

Andaba el mundo del ciclismo recreándose en sus primeros síntomas de buena salud en unos cuantos años, dejándose mecer entre el rumor de fichajes, la confirmación de nuevos y poderosos patrocinadores y el despertar de una Vuelta a España vacía de poder, repleta de buenos presagios, cuando llegó la triste noticia de la muerte de Laurent Fignon. El cáncer de páncreas por fin le había derrotado, pese al arriesgado discurso desafiante que el parisino mantuvo contra la enfermedad desde que se hizo público. "No le temo a la muerte" proclamaba con la misma arrogante confianza con la que edificó su figura mediática.

Para los españoles que rondamos la treintena, año arriba, año abajo, Fignon siempre fue ese gabacho de actitud chulesca que desafiaba al ídolo nacional, Perico Delgado, y sobre todo, ese engreído que se permitió escupir a una cámara de televisión española que le estaba grabando en una estación de tren. El video de aquel gesto, no más de un minuto, fue repetido hasta la saciedad, tanto que se convirtió en un recuerdo imborrable para una generación de aficionados y pasó a formar parte de la memoria colectiva de un país que se lo tomó como si hubiese escupido sobre la mismísima bandera. De aquella historia poco más supimos pero años más tarde leí, no recuerdo donde, no recuerdo de quien, que los periodistas españoles habían estado provocando a Fignon asegurándole que iba a perder aquel Tour de Francia que se dilucidaba en una contrarreloj de Versalles a París. Era el año 89 y Fignon se quedó sin el que habría sido su tercer Tour por tan solo ocho segundos, la diferencia más corta de la historia de la carrera francesa. Fignon lloró sobre un bordillo de los Campos Elíseos su derrota, dos países la celebraron, los Estados Unidos del vencedor Lemond y la España agraviada por un escupitajo presentado como una afrenta nacional.

Fignon nunca cayó bien y, desde la prudencia que entraña enjuiciar a un personaje público, uno tiene la sensación de que tampoco entraba en sus planes tal objetivo. No parece que buscase agradar a nadie que no fuese a si mismo, nunca regaló un gesto de cara a la galería. A sus rivales les mostró el mismo incómodo rostro de la disconformidad con el que se labró su fama de enemigo imprevisible, quizás el más temido de todos los tipos de enemigos.

Ahora que corren tiempos de buenismo competitivo, de deportividad mal entendida, convendría recuperar aquella actitud guerrillera, inconformista, agresiva de gente como Fignon o, años más tarde, Chiappucci, la némesis del otro ídolo local, Indurain, aunque al italiano se le identificase más con cierto tipo de perdedor romántico y por tanto más entrañable para el aficionado. Eran ciclistas capaces de aprovechar el avituallamiento, la caída o la avería de un rival, para hacer saltar una carrera por los aires y con ellas las tácticas que, por complejas que puedan resultar, no encuentran la forma de introducir a este tipo de corredor en la ecuación. Son la teoría del caos explicada sobre una bici, cuando todo tiene que ir de una manera concreta, un irreverente con gafitas, un italiano incapaz de aceptar la derrota sin lucha, proporcionan un giro inesperado de los acontecimientos y ya nada va según el plan previsto. Y es entonces cuando el ciclismo pierde lo que tiene de ciencia y multiplica lo que tiene de épica.

Como toda historia que merezca ser contada, la del ciclismo no está exenta, necesita de héroes, personajes capaces de recordarnos que el alma humana tiene unos límites en ocasiones insondables, y que somos capaces de llegar mucho más allá. Pero también necesita de su villano, tipos que den la réplica al héroe, que planteen un nivel extra de dificultad en la consecución del glorioso fin que aguarda al héroe. Fignon fue, para muchos, ese villano que necesitábamos para glorificar a nuestro héroe. Esto, como tantas cosas, también se lo tenemos que agradecer al parisino.


Pero de todas las lecciones que Fignon nos pudo enseñar, sobre todo en la victoria, yo elijo quedarme con una que pertenece al complejo mundo de la derrota, donde la dignidad tiene límites más difusos. En el año 92, en el Giro de Italia, Fignon supo que su carrera tocaba a su fin. Fue en el Passo de Giau, en un día dantesco, las imágenes son bastante significativas y no merecen mayor comentario. Esas imágenes encajan a la perfección con la idea de Fignon que siempre tuve, un tipo digno que amaba el ciclismo y la competición sobre todas las demás cosas. Y encajan, son la materialización en video, de la frase con la que Laurent Fignon terminaba su biografía, (“Éramos jóvenes y despreocupados” ) y que ahora nos deja el regusto amargo de quien en realidad se está despidiendo de la vida y lo sabe. Decía Fignon "he sido solo un hombre que ha hecho todo lo posible por abrirse un camino hacia la dignidad y la emancipación. ser un hombre". Y no hay más que añadir.