Uno, que es hijo de su época tanto como de sus padres, creció y se educó bajo el auspicio de una idea tan extendida como arbitraria según la cual ese concepto de límites imprecisos que la progresía de este país llama “la cultura”, es un estadio mayor en la evolución del ser humano que el del deportista. Así que atrapado en ese ridículo complejo de superioridad que permitía a los hombres de letras mirar por encima del hombro a los atletas, viví mi infancia y mi adolescencia, admirando con cierto complejo de culpa más a Perico Delgado, Fernando Martín o Emilio Butragueño que a Pedro Almodóvar, Gloria Fuertes o Serrat. El ciclista más grande jamás sería tan importante como el escritor más pequeño.
La reflexión y el paso del tiempo, de la mano, me apartaron de esta especie de mentira colectiva y me convertí en mero espectador, de unos y de otros y de su absurda disputa. y me entregué, eso si, al disfrute de lo que ambos eran capaces de ofrecer, me entregué al goce y la admiración de los límites que, como especie, somos capaces de transitar. Sin culpa. Sin bando. Porque tan cierto como que sólo hay un Paul Auster es que sólo hubo un Induraín y que ninguno de los dos es más digno en lo suyo que el otro.
Adoptada, creo, la postura más racional reparé entonces en que ambos mundos son más complementarios de lo que parecen a simple vista y que el artista puede encontrar inspiración en el deportista y viceversa, y todos los demás en ambos, que no se olvide.
De todas las prácticas deportivas, el ciclismo es, sin duda, de las que tiene una mayor carga dramática y épica, tan favorables a la exaltación que casi todas las expresiones artísticas llevan a cabo de los hechos cotidianos. Porque lo cierto es que el ciclismo no necesita casi de esa tendencia hiperbólica, el ciclismo es una exageración en si mismo. Entonces ¿por qué los productos artísticos que tienen el ciclismo como contexto son casi inexistentes? A esto aún no tengo respuesta concluyente pero me imagino que algo de ceguera y un poco de prejuicio tendrá que haber.
Sin embargo, entre este erial ciclista del mundo de “la cultura”, hace ya casi veinte años descubrí un libro que no leí, devoré en tres días cuando cayó en mis manos y que desde entonces habré leído no menos de cinco veces, incluso lo he perdido y he vuelto a comprarlo. Hablo de El Alpe d’Huez, de Javier García Sánchez. Es un libro sobre el ciclismo como deporte pero sobre todo del ciclismo como forma de vida. De la primera lectura me quedé con la ansiedad por llegar a su final y descubrir si la locura de Jabato tenía final feliz. De las demás lecturas me quedo con la segunda parte, con la del ciclismo como metáfora, de la del ciclismo como escuela. Y es que en el Alpe d’Huez, encontré la sustancia misma de lo que está compuesto este deporte. Y me ayudo a descifrar en parte, no del todo, el misterio por el que un día me subí en una bici y aún no soy capaz de encontrar el argumento para bajarme de ella.
El ciclismo, no me refiero a la competición profesional tanto como a la práctica de aficionado, es la metáfora última y perfecta de nuestra existencia. En él están condensadas todas las batallas que uno llega a librar a lo largo de su vida y se pueden trasladar las enseñanzas aprendidas en la carretera a los aconteceres cotidianos casi sin necesidad de interpretarlos porque el ciclismo no es un lenguaje codificado que necesite de traducción. La paciencia y el espíritu de sacrificio como instrumentos elementales en la consecución de cualquier objetivo, valorar ese esfuerzo como un fin mismo, como un aprendizaje, comprender que no existen atajos cuando uno se enfrenta a si mismo en la más absoluta soledad, compartir esa paradójica soledad del que pedalea rodeado de gente, que parecida a la soledad con la que uno avanza por su vida rodeado de aquellos a los que quiere pero no son él, el desafío irracional que supone hallar los límites físicos y mentales de uno mismo, bordearlos y llegar un poco más allá, porque siempre se puede ir un poco más allá, la inabarcable satisfacción de haber salido victorioso, el necesario e inevitable fracaso puntual que nos educa en la humildad de aceptar nuestro verdadero lugar en el mundo. Todo esto y algunas lecciones que supongo aún nos resta por aprender, están reflejadas en ese homenaje al ciclismo en forma de libro que es el Alpe d’Huez, una historia que ama aquello de lo que habla como sólo pueden amarse las cosas que nos dan la vida, que son la vida misma.