jueves, 26 de julio de 2012

orgullo mediterráneo

No hace tanto tiempo ser anglosajón resultaba exótico dentro de la élite ciclista. Recuerdo mis tiempos de carreras de chapas y ciclismo en la radio y entonces los Lemond, Roche, Kelly o Phil Anderson eran elementos extraños y singulares dentro de un mundo dominado, básicamente, por los corredores de la Vieja Europa continental, salpimentados, eso si, con la excepcional generación de colombianos que encabezaban Fabio Parra y Lucho Herrera. 

Luego llegó Hampsten y su victoria en el legendario Giro del 88, en un equipo americano -7 Eleven- y los dos años posteriores en los que Lemond conquistó el Tour de Francia. Poco a poco el exotismo devino en costumbre. En 1993 un semidesconocido Lance Armstrong se proclamaba campeón del mundo en ruta. Seis años después, después de superar un cáncer, aquel insolente y ambicioso muchacho de Texas conquistaba su primer Tour de Francia e iniciaba la dinastía más larga que ha conocido la ronda francesa, extendiendo su dominio sobre la misma durante siete largos años. Cuando después de la edición de 2005 decidió poner fin a su reinado y a su carrera profesional, la invasión se había completado. Siete años después de aquello, la presencia del mundo anglosajón (si entendemos como tal a los británicos, americanos y australianos) dentro del ciclismo profesional no sólo ha adquirido carácter de normalidad, a día de hoy, son los dominadores de todos los estratos de este deporte, empezando por el máximo responsable de la UCI, el nefasto McQuaid, nacido en Dublín, y terminando por fabricantes de bicis y ropa especializada. Tal es su preponderancia que el ícono más reconocible del ciclismo mundial, el maillot amarillo del Tour de Francia, ha sido, hasta este mismo año y desde los tiempos de Armstrong, diseñado y comercializado por Nike.


Wiggins gana el Tour, los anglosajones dominan el mundo

La "anglosajonización" del ciclismo, dudarlo sería de necios, negarlo inútil, ha supuesto una mejora sustancial en diversos aspectos, sobre todo los relacionados con la evolución técnica de las bicicletas y con la preparación física. Sin embargo en otros ha supuesto, si no un paso atrás, si al menos una pérdida de identidad respecto al ciclismo de la old school. Porque al desembarco tecnológico le ha acompañado un desembarco ético y moral que ha acabado imponiéndose como la única forma correcta de hacer las cosas, por otro lado una idea muy anglosajona, también diría que germana. Ese extraño concepto de fair-play del que hemos visto diversas muestras en los últimos Tours sobre todo y que tiene más de comportamiento mafioso revestido de falsa deportividad que de verdadero código ético (¿en qué circunstancias se para la carrera? ¿quién decide a quién se espera? ¿por qué a unos si y a otros no? ¿dónde está el límite que establece lo que son circunstancias de carrera y lo que no?) es el máximo exponente. Y lo peor no es éste cuestionable e hipócrita proceder, lo peor es la tendencia maniquea de arrogarse para ellos mismos la altura moral que acaba convirtiendo a todos los que no les sigan en villanos gentiles. 

Pero no es sólo en esta faceta del ciclismo donde la mano sajona se hace notar. Lance Armstrong y sus chicos del US Postal impusieron una forma de correr que ha acabado transmutando en la manera más eficaz de competir. A saber, llegar al dominio por acumulación de talento. Sin riqueza táctica alguna, sin matices, sin dobleces ni aristas, sin escarceos. Se trata de juntar a 8 o 9 corredores de enormes capacidades y bloquear la carrera, no permitir nada, no hacer nada hasta que el Gran Jefe decida sentenciar. Obviamente esta manera de correr tiene su mérito, necesita, para empezar de un bloque cohesionado donde los egos individuales, al menos todos menos uno, se aparquen a un lado en aras de un bien común y ¿mayor? Por otro lado se necesita una punta de lanza que, como Lance, remate una y otra vez el trabajo de sus gregarios. El problema viene, como siempre que surge un modelo ganador en cualquier deporte, cuando se pretender imitar y se acaba derivando en una extraña perversión del original. ¿Cuántos aspirantes a US Postal hemos visto en la última década? Y no sólo en el Tour de Francia. Equipos construidos para dominar por completo ciertas carreras y que acaban sobrepasados, devorados por su propia grandeza. Y sin embargo no es eso lo peor que podría pasar, no al menos desde el punto de vista del aficionado, porque el problema surge cuando no se sabe correr de otra manera y se pierde la capacidad de correr a la contra, de generar situaciones incómodas y complicadas de manejar para esas grandes escuadras, de diseñar complejas tácticas que acaben transformándose en verdaderas escapadas. Manolo Saiz, un tipo que jamás fue de mi agrado y que de hecho me resulta de lo más siniestro en general, me parece un excelente exponente, sin embargo, de esta forma de correr sabiéndote inferior pero a la vez, y quizá por eso mismo, poseedor de ciertos recursos únicos y singulares. ¿Cuánto hace que no vemos una maniobra colectiva contra un gran capo como la que montó ONCE contra Indurain en el Tour del 95? Porque lo que si hemos visto, de sobra, es a equipos derrotados por su propia falta de grandeza y por su limitación a la hora de generar recursos con los que competir.

Resumiendo, que esto se me está yendo de las manos. Británicos, americanos, australianos... sean bienvenidos todos al gran teatro mundial del ciclismo, pero no nos impongan su manera de hacer las cosas, su way of life. Porque a medida que su proceder deriva en totalitarismo, nuestra resistencia y antipatía por su modelo crece de forma directamente proporcional y nos obliga a volver la vista a lo que ya había antes de que llegasen a esta fiesta, cuando franceses, italianos, belgas, holandeses y españoles no sólo constituían la inmensa mayoría del pelotón internacional, también compartían una forma de actuar donde lo que ahora es "juego sucio" se llamaba picardía y estaba asumido por todos como una regla más del juego, donde los avituallamientos podían ser territorios de lo más hostiles, donde nunca se esperaba por un pinchazo o una caida, donde aquel que se sabía inferior buscaba el punto débil del que era superior para atacarle donde más le pudiese doler. En definitiva, un ciclismo mucho más entretenido y rico del que su modelo propone, un ciclismo cocinado al calor de un siglo de Historia, de gestas irrepetibles, un ciclismo edificado a base de inspiración y genialidad, como suelen suceder algunas cosas a orillas del Mediterráneo.

martes, 29 de mayo de 2012

Giro 2012: querer, poder y saber


La RAE define Querer, en su tercera acepción como “tener voluntad o determinación de ejecutar algo. Poder, en su primera acepción, lo define como “tener expedita la facultad o potencia de hacer algo”. Finalmente Saber lo define, también en su tercera acepción, como “tener habilidad para algo, o estar instruido y diestro en un arte o facultad”. El pasado domingo Joaquín Rodríguez se quedó a 16 segundos de ganar el Giro de Italia. Durante tres semanas peleó por llevarse la Corsa Rosa, es decir, quiso ganarla. Durante esas misma tres semanas y hasta los últimos metros del último día, los 16 segundos de diferencia con el ganador así parecen indicarlo, fue capaz de transformar ese deseo en una posibilidad real, a saber, pudo ganarla. Pero no lo hizo. Y por eso llegamos al tercer punto, momento en el que debemos cuestionarnos si Purito Rodríguez supo ganar el Giro. Creo que la respuesta es que no.

Antes de entrar a argumentar esta afirmación creo necesario hacer una aclaración. Este post se centra en la figura de Joaquín Rodríguez no por su condición de corredor español, no soy muy partidario de los forofismos patrióticos y menos en el ciclismo, donde sólo tengo una patria. Se centra en el corredor catalán porque considero que es el único de los favoritos cuya actuación deja espacio para el análisis. Y me explico. Sobre Hesjedal poco hay que debatir. Ganó y encima lo hizo sin partir entre los tres o cuatro nombres que todos los instruidos y sapientísimos especialistas y aficionados barajábamos el día 5 de mayo, cuando arrancó el Giro. Sí, muchos pensábamos que podía estar arriba, cerca del podio incluso pronosticó alguno, pero pocos habríamos apostado por él para hacerse con la general final de modo que su actuación no admite debate. Algo similar sucede con el tercer clasificado, Thomas De Gendt, que no apareció en ningún pronóstico hasta el penúltimo día, cuando a punto estuvo de dar el golpe de efecto más espectacular que se recuerda en una gran vuelta desde la Vuelta a España de 1985, cuando Perico Delgado puso patas arriba nuestra ronda camino de Segovia. Finalmente, Vande Velde, los Sky y un último arrebato de sensatez y arrojo de Hesjedal unidos al desfallecimiento lógico sufrido por el belga en el último kilómetro, impidieron que el golpe de Estado se consumase.

En cuanto a Basso y Scarponi, a priori los dos grandes candidatos a la victoria final, tampoco queda mucho que decir. Retomando el argumento del principio y el título de este post, ambos se quedaron un peldaño antes que Purito, esto es, quisieron pero ni siquiera pudieron, por mucho que durante la mayor parte del Giro lo intentaron. Del resto de favoritos, léase Kreuziger, Pozzovivo, Gadret, Urán… ni siquiera queda la sensación de que en algún momento pareciese que podían ganarlo por lo que, en conclusión, nos encontramos con que sólo ha habido dos corredores que quisieron y pudieron ganar el Giro. Y sólo lo ganó uno. Y no fue Joaquín Rodríguez.

¿Dónde se dejó Purito el Giro? ¿Cómo lo perdió? Teniendo en cuenta que la diferencia final fue de 16 segundos, parecería lógico buscar una etapa en la que Hesjedal le sacase esa ventaja y decir que ahí lo perdió. En Cervinia, por ejemplo, en la etapa 14, donde se dejó 26 segundos respecto al canadiense. Sin embargo sería pecar de simplista cuando menos y de tramposo en cualquier caso. Porque lo cierto es que ese día Hesjedal mostró su fortaleza. Igual que lo hizo el antepenúltimo día, en Alpe di Pampeago, cuando volvió a aventajar al catalán en 13 segundos. No parecían esos los días adecuados para buscarle las cosquillas al canadiense. Pero hubo otros días, otras oportunidades. Y ninguna se aprovechó.

El inesperado podio del Giro 2012.
Cuando corres una vuelta por etapas, y más de tres semanas, donde las variables se multiplican ad infinitum, tienes dos opciones, esperar que tus rivales tengan un mal momento y aprovecharlo (siempre que uno se encuentre en disposición de hacerlo, claro está) o generar tú esa crisis. Y es en este punto donde creó que erró Joaquín Rodríguez su táctica. Porque aunque él quisiera ganar la Corsa Rosa, lo cierto es que corrió todo el Giro en un terreno indefinido entre el cazaetapas que ha sido hasta ahora y el candidato a la victoria que pretendía ser. Sus ataques fueron siempre a uno o dos kilómetros de la cima, donde el daño es minimizable a nada que tengas fuerzas y espíritu para ello. Nunca le vimos a él ni a su equipo mostrar una cara agresiva, no les vimos buscar un momento de debilidad de Hesjedal. Si vimos a Liquigas, por ejemplo, preparar un escenario favorable a su líder. Vimos a Lampre optar por las maniobras a la contra, colocando hasta en tres días clave a Cunego por delante para evitarse trabajar por detrás y sobre todo para obligar a otros a hacerlo. Y vimos a Hesjedal ejercer de líder de facto del Giro en la subida del Stelvio, el penúltimo día, cuando comprendió que si no asumía la responsabilidad, De Gendt consumaría su inesperado golpe de efecto. Nada de esto lo vimos ni en Katusha ni en Joaquín Rodríguez. ¿Por qué? Causas aparentes hay muchas, desde incapacidad física (¿hizo Purito todo lo que su condición le permitió?) hasta cierta minusvaloración del rival (¿dieron por sentado que Hesjedal desfallecería en alguna de las dos jornadas finales?), pasando por el miedo a exponer uno mismo sus propias debilidades.

Yo personalmente, y con las reservas propias de no estar dentro ni del equipo ni de la cabeza del corredor catalán, opto por ésta última como la más probable. Quizá por ser la más común en el ciclismo moderno, donde el riesgo a perder algo suele prevalecer sobre la posibilidad de ganarlo todo. Joaquín Rodríguez, Katusha con él, no buscaron el momento de crisis de Hesjedal porque conscientes de sus propias limitaciones temieron que acabase desencadenando el suyo propio. Decidieron entonces esperar a que un tercer elemento ajeno a ambos lo desencadenase, se llamase éste Basso, Scarponi o azar (y aquí caben pájaras, viento, caídas...nada que no sea el ciclismo de toda la vida), lo mismo daba. Como ese momento no llegó, Purito tuvo que presentarse ante la última batalla, una contrarreloj, el territorio más hostil para sus características, con una renta tan exigua que apenas pudo defenderla hasta algo más de la mitad del recorrido. Y eso pese a que sus prestaciones acabaron siendo mucho mejores de lo que en principio se preveían.

Así que ni en Cervinia ni en Alpe di Pampeago. Tampoco en el Stelvio o el día de Cortina d’Ampezzo. Ni siquiera fue en la contrarreloj del final. Fue en ese territorio de contornos difusos que habita dentro de cada uno de nosotros y que se llama miedo fue donde Joaquín Rodríguez perdió el Giro.

Eso es lo que creo.

sábado, 21 de abril de 2012

la verdadera victoria


No me gusta Andy Schleck, quizá convenga empezar aclarándolo. También convendrá aclarar que es en los detalles donde se gesta mi animadversión por el luxemburgués, pues en su conducta más genérica tampoco encuentro ningún argumento con el que justificarme.

Y no me gusta Andy Schleck por dos motivos principales: en primer lugar porque me parece un ciclista perezoso, indolente. Además tengo la impresión de que goza de un status y una consideración entre ciertos aficionados y cierta prensa algo superior a lo que por sus méritos deportivos estaría destinado si es que dicha consideración respondiese a una meritocracia real y no fuese un totum revolotum de promesas insatisfechas, venta de imagen y si, algo de logros deportivos. 

Pero empecemos a argumentar por el final, que esta casa se construye desde el tejado. ¿Qué ha ganado  Andy Schleck en siete años de profesional para gozar de dicho status? Al margen de campeonatos nacionales (algo así como ser pichichi en la liga búlgara, con todos mis respetos para el fútbol búlgaro), presenta un exiguo balance de tres victorias de etapa en el Tour de Francia y una Lieja-Bastogne-Lieja. La general final del Tour de 2010 no la he olvidado, simplemente la obviado pues resulta evidente que, como incluso él mismo aseguró, no fue en la carretera donde le llegó la gloria. Por lo tanto parece justo afirmar que, a día de hoy y a la espera de mayores logros, Andy no pasa de ser la promesa no satisfecha del gran campeón en que, por otro lado, parece obvio que puede llegar a convertirse. Y este argumento entronca con el motivo principal por el que el menor de los Schleck me gusta tan poco. Creo que, en ciertos aspectos, él ya ejerce como esa figura que aún no es y se permite correr la mayor parte de la temporada con una indolencia rayana en la falta de profesionalidad. Entre abandonos más o menos justificados y carreras terminadas pasando completamente desapercibido, las hojas del calendario de su preparación van cayendo sin que nadie parezca cuestionarse ya no la falta de respeto que en muchas ocasiones muestra por dichas carreras y por sus compañeros de equipo a los que usurpa la posibilidad de disputarlas a cambio de ¿nada?, si no la idoneidad de dicha preparación. Andy nunca ha ganado nada que no hayan ganado cientos de ciclistas a lo largo de la historia y sin embargo pasea su palmito de rey sin trono con la suficiencia de quien lo ha visto todo y vuelve para contarnos. Dejando al margen consideraciones menores como su pésima lectura táctica de carrera, sus carencias en aspectos fundamentales como la contrarreloj o los descensos y cierta pusilanimidad en circunstancias adversas (desde una salida de cadena a un chaparrón de agua inesperado), estos son los argumentos principales por los que Andy no sólo no me gusta, si no que cada vez le respeto menos. Es más, me atrevería a asegura que si este año no gana el Tour, estaremos ante el mayor fraude del ciclismo profesional de las últimas diez temporadas.

Por otra parte hace unos días tuve la oportunidad de debatir con la gente de Cobbles&Hills sobre Voeckler, ejerciendo yo el papel de fiscal y ellos el de abogados defensores. En sus “alegaciones” afirmaban que en cualquier caso, Voeckler era un corredor necesario. Yo no pude pasar de admitir que sí, que es un gran corredor, guerrillero, inconformista, peleón y que si estaba, uno acababa viéndole, incluso admití que prefería un Voeckler a cien Andys. Pero al margen de dichas virtudes hay algo en el alsaciano que me causa rechazo y en este caso poco o nada tiene que ver con los motivos por los que no me gusta Andy Schleck. Porque de Tití ¿o e Titi? no me gusta que entienda la batalla deportiva como una guerra sin normas morales (el famoso ataque el día del atropello a Flecha y Hoogerland me parece el ejemplo perfecto), no me gustan sus aspavientos pidiendo relevos en las fugas cuando a él le interesa pero la desfachatez con la que se esconde cuando, por el motivo que sea, decide no colaborar. Y en un grado menor, no me gustan su histrionismo cuando se sabe en pantalla, con la lengua fuera y esos gestos que caricaturizan hasta el ridículo el sufrimiento tan digno como silencioso y desde luego mucho más auténtico de quien nunca sale en la televisión. No, lo siento Titi, lo siento amigos de C&H, pero este camelo no lo compro. ¿Necesario Voeckler? No, necesario es Zabalo.

El 26 de agosto de 2011, Xabier Zabalo, corredor del Orbea, estaba disputando la tercera etapa del Giro del Valle d’Aosta, en Italia. Integrado en una escapada con diez corredores más, en el descenso del Lov Verrogne, sin embargo, su vida se partió en dos cuando se precipitó a un vacio de cinco metros y acabó golpeando su cabeza contra el suelo. A pesar de que logró volver a la carretera e incluso intentó subirse en la bici, los médicos decidieron evacuarle inmediatamente a Aosta al ver como sangraba la herida. El diagnóstico: fractura del hueso temporal del cráneo, un hematoma cerebral con un coágulo que resultó ser lo más preocupante, fisura del atlas y del maxilar. A Zabalo le reconstruyeron la cabeza en el quirófano del hospital de Aosta. Todo esto y el resto de la historia de su milagrosa, por apresurada, recuperación lo leí aquí hace unas semanas, con motivo del Gran Premio Miguel Indurain. No habían pasado ni ocho meses desde aquel día de verano y Zabalo volvía a la competición. Un logro de unas dimensiones inabarcables para la mayoría de nosotros.

Lo reconozco, su historia me emociona, me conmueve. No es la única de este tipo que uno encuentra en el ciclismo aunque ahora sea la más reciente. Y me conmueve porque es de estas historias de las que uno alimenta la verdadera mística que rodea al ciclismo, no ya sólo como deporte profesional, si no como actividad cotidiana, como afición. Como metáfora. Porque no nos engañemos, son este tipo de historias de las que uno logra extraer enseñanzas con las que afrontar el devenir de su propia vida. Puede que Andy acabe ganando un buen puñado de Tours, es casi seguro que Voeckler seguirá siendo Voeckler para bien y para mal, es decir inconformista y algo clown. Pero será en Zabalo en quien piense cualquier día de estos cuando mi cuerpo me pida tregua en mitad de cualquier ascensión (real o alegórica) y yo le tenga que explicar que no, que no se firman treguas, no se pactan rendiciones, que tenemos que ir “un poco más allá” aunque sólo sea por respeto a quienes lo hicieron en situaciones más adversas que la nuestra sin saber, siquiera pretender, demostrarnos que era posible. Y es que, parafraseando al poeta romano Marco Valerio Marcial, la verdadera victoria es la que se consigue sin testigos. 

Bien lo sabe Xabier. Bien harían en aprenderlo Andy y Thomas.

martes, 13 de marzo de 2012

fiebre en la carretera (5)

Es una tarde cualquiera de mayo del 87. Las ventanas del aula que desde hace ocho meses es mi clase de 6º de EGB están abiertas. Por ellas entra esa agradable brisa de los últimos días de la primavera que provoca una grata sensación de frescor y sofoco a la vez. Hace meses que me siento en la última fila, ahora no recuerdo si fue mi voluntad la que me arrastró hasta allí o la desesperación de algún profesor resignado. El caso es que llevo unos días aprovechando esta estratégica ubicación para seguir la Vuelta a España. ¿Cómo? Estamos en 1987, no hay whatsapp, no hay internet, ni siquiera hay móviles, estamos aparentemente aislados del mundo exterior dentro de esas cuatro paredes. Aparentemente. Porque sin embargo la solución no puede ser más rudimentaria al tiempo que eficaz. En casa he encontrado una pequeña radio que he logrado camuflar dentro de mi estuche de tela, aunque para ello haya tenido que sacar de él todo su contenido y guardarlo en la mochila. Así que la radio descansa camuflada dentro de mi estuche sobre mi mesa de clase sin levantar sospechas, esperando el momento en que comience la retransmisión. Entonces lo único que tengo que hacer es encenderla pero tan bajito que para escucharla haya que pegársela a la oreja. Y eso es exactamente lo que hago. Me recuesto sobre la mesa como si estuviera hastiado de la clase, puede que realmente lo esté, y el susurro de la narración de la radio me llega con tal nitidez que tan sólo unos minutos después casi he olvidado que estoy en el colegio y en mi mente apenas hay espacio para otra cosa que no sea imaginar a los Sean Kelly, Lucho Herrera, Perico Delgado o Robert Millar recorriendo esas carreteras que, televisión mediante, cada vez menos pertenecen al territorio de lo ilusorio aunque siendo estrictos tampoco puede afirmarse que sean espacios completamente reales. La imaginación siempre suele jugar en casa a los doce años.

Esta especie de ensoñación pretendida y deliberadamente nostálgica es la primera imagen que se me viene a la cabeza cada vez que, por el motivo que sea, pienso en aquella Vuelta a España del 87. A ese estado de febril adicción por el ciclismo había llegado ya a los doce años.

Sean Kelly, el ídolo de mi amigo
Y eso que hasta entonces mi afición por el ciclismo, que había ido creciendo de forma exponencial, sólo había sido compartida con mis amigos y compañeros de clase cuando de carreras de chapas se trataba. Porque aunque jugábamos juntos en el recreo o después de clase, ellos sin embargo no parecían excesivamente interesados en el desarrollo de la Vuelta (del Tour ni hablamos). Y a pesar de todo encontré, entre todos ellos, uno con el que, aún habiendo tenido siempre una relación tan cordial como pueden ser las relaciones entre niños, nunca le había contado entre mis mejores amigos. A él, aparte de jugar la chapas, si parecía interesarle la Vuelta al menos tanto como a mí. Tenía un chapín con la foto de Sean Kelly, su ídolo y si lo recuerdo es porque entonces me resultó completamente incomprensible que teniendo a los Delgado, Pino, Arroyo, Lejarreta, Gorospe o Cabestany, mi amigo hubiese elegido como corredor favorito a un irlandés que, hasta donde yo sabía, no pasaba de ser un buen sprinter. Y ni siquiera el mejor. Sinceramente, no entendía que podía haber visto en él que permaneciese oculto a los ojos de los demás. Más tarde supe que un día, jugando con otros amigos que no eran del colegio, que no eran yo, repartieron los chapines de unos de esos cartones de adhesivos de los que ya he hablado en otras entradas y a él le tocó Sean Kelly y que, desde entonces, de alguna forma definitivamente absurda y por eso mismo irrenunciable, el futuro de mi amigo como aficionado al ciclismo había quedado sellado para siempre al del corredor del KAS como corredor. Así de frívolo se nos presenta el azar a veces en las decisiones más trascendentales de nuestra vida. Y que nadie lo dude, elegir un ídolo y más si es un deportista, a los doce años, es una de los momentos claves de la infancia de cualquier chaval.

El caso es que mi amigo, que se llamaba Óscar, se convirtió en mi auténtico compinche durante las tres semanas que duró la Vuelta. Pasamos los ratos muertos del recreo, los minutos antes de entrar a clase y el camino de vuelta a casa desgranando todos los pormenores de aquella Vuelta que, para mi perplejidad, parecía destinada inevitablemente a engrosar el palmarés de Sean Kelly, y eso que en realidad sólo logró colocarse de líder en la etapa 18, a cuatro días del final, tras la crono de Valladolid. Y si mi desconcierto aumentaba con el paso de las etapas, la euforia de Óscar crecía de la misma manera en aquellos extraños días de mayo.

La tarde después de aquella crono, en mitad de una clase que no recuerdo, escuché por la radio que Sean Kelly había tenido que abandonar. Como el médico que tiene que comunicar a la familia que ha perdido a un paciente en la mesa de operaciones, cuando a las cinco salimos del colegio empleé todo el tacto y la delicadeza de la que puede disponer un niño de doce años en comunicarle a Óscar la fatal noticia. Su cara de pesadumbre fue tal que intenté posponer lo inevitable arguyendo que quizá yo me había equivocado, que como la radio se escuchaba tan bajito en clase era posible que hubiese entendido mal. 

Pero no era así y aunque yo lo sabía y aunque Óscar lo creyó, o quiso creerlo, que para el caso es lo mismo, lo cierto es que su ídolo había tenido que dejar la Vuelta aquella mañana aquejado de un forúnculo infeccioso dejando en bandeja la victoria final a Lucho Herrera, el Jardinerito, que se convertía así en el primer colombiano que ganaba una de las tres grandes pruebas por etapas. Óscar aprendió aquellos días, de la peor de las maneras posible, cuan amargo llega a ser el sabor de la derrota. Igual que mi hermano lo había aprendido tres años antes, también al final de una Vuelta a España con un desenlace dramático. Yo, por mi parte, que había experimentado como aficionado con la derrota en otros deportes, empezaba a intuir, como si de una forma sólida dentro de la bruma se tratase, lo extremadamente cruel que llegaba a ser el ciclismo. Para corredores y aficionados. Y empezaba a aceptar, sin darme cuenta, lo superlativo que era todo lo que le rodeaba. Lo bueno y lo malo.

Porque para mi aquella fue una Vuelta con sensaciones más agrias que otra cosa. Había vuelto a confiar todas mis ilusiones a una victoria final de Perico Delgado pero su discreto papel, cuarto en la general final y con muy poca presencia real en los “momentos calientes” de la carrera, me habían hecho llegar a plantearme si no estaría ante un nuevo caso de Gorospismo y si aquella Vuelta del 85 no habría sido más que el canto del cisne de un ídolo con pies de barro, el destello fugaz de una estrella incapaz de volver a brillar. Eso era lo que pensaba a mis doce años recién cumplidos, en aquel mes de mayo de 1987,  así de impaciente me mostraba con mi ídolo sólo dos meses antes del Tour que lo cambió todo.

martes, 14 de febrero de 2012

un poco necesario y un poco querido


Fernando Martín, al margen de su incalculable legado como jugador de baloncesto e icono generacional, dejó también una de las mejores frases que he leído en boca de un deportista, quizás una de las mejores frases que he escuchado sin más. “El baloncesto no es fundamental en mi vida. Lo único esencial es sentirme un poco necesario y un poco querido”. Tan sencillo y preciso como eso.

Años más tarde, en una interesantísima entrevista con Totti, el futbolista de la Roma, publicada en el diario El País, leí otra frase que me conmovió casi de igual manera. Supe hace poco que parafraseaba el jugador romanista al gran Sócrates, también futbolista, éste brasileño, médico y marxista. Ambos venían a decir algo así como "no juego para ganar, juego para que me recuerden".

La semana pasada, en aquella tumultuosa rueda de prensa que Alberto Contador dio en un hotel de Pinto a raíz de la sanción que le impuso el TAS, el corredor madrileño se refirió al hecho de que le desposeyen de sus victorias transmitiendo una idea que era, en realidad, el sentir de una forma de estar en el deporte, puede que en la vida. Dijo Alberto que esas victorias no eran suyas sino de toda la gente que ha disfrutado con ellas, que pertenecen a su memoria, a su retina y que al fin y al cabo son ellos, es decir, nosotros, quienes decidimos quien ganó cada carrera.

Hoy, 14 de febrero, se cumplen ocho años de la muerte de Marco Pantani, El Pirata, el escalador anacrónico y sin embargo inmortal al que Charly Gaul, el Ángel de las Montañas, consideraba su heredero, su hijo. 

Mis primeros recuerdos de Pantani son de aquel Giro de 1994 en el que logró llamar la atención pese a que el destello tan intenso como fugaz del ruso Berzin atenuase su brillo, pese a que estuviésemos asistiendo como atónitos testigos por primera vez desde la Vuelta de 1991 a una derrota de Induráin en una grande. Meses después le recuerdo sin embargo siendo barrido de la carretera por el propio Miguel en la subida a Hautacam, en una desconcertante etapa, desconcertante por disputarse entre una intensísima niebla en pleno mes de julio, por estar viendo al Induráin más agresivo, hasta entonces, de toda su carrera, por ver el monumental descalabro de la supuesta némesis del navarro, el suizo Rominger. 

Heredero del espíritu indomable de su compañero de equipo en aquellos primeros años y compatriota Chiappucci, tenía El Pirata además la capacidad física, no sólo la voluntad, de reventar cualquier carrera cuando surgían frente a él las montañas. Así lo hizo sobre todo una fría sobremesa de julio de 1998 cuando en mitad de una tormenta en pleno Galibier atacó al entonces líder, Jan Ullrich, a 5 kilómetros de la cima del Galibier, por su vertiente norte, esto es, por el lado del Telegraphe. Restaban 47 kilómetros para el final de etapa en Les Deux Alpes. Pantani estaba a algo más de 3 minutos de Ullrich en la general. Al final del día el alemán era 4º en la general a casi seis minutos de El Pirata que de paso nos había devuelto un ciclismo ya extinguido, un ciclismo antiguo, generoso, épico, sin viaje de vuelta... de leyenda. Un ciclismo en blanco y negro, en sepia. A día de hoy ésta sigue siendo la mayor gesta ciclista a la que he asistido en directo, una etapa que sacó al convulso ciclismo de finales de los 90 de las cloacas y lo elevó hasta el cielo gris del Galibier. Aunque fuese por unos días. 

Otra tarde de julio, dos años después, en Courchevel, fuimos testigos sin saberlo de la última victoria del de Cesena, ahora recordada con el amargor del que recuerda un último beso. A partir de aquella tarde comenzó el declive del italiano, o quizás éste ya había comenzado el año anterior cuando a dos días del final de Giro, siendo virtual vencedor de la ronda italiana era descalificado por encontrarse una tasa de hematocrito excesivamente elevada en su sangre. Quizás aquella tarde de julio de 2000 sólo fue el canto del cisne del penúltimo juguete roto del ciclismo profesional. 

Por que lo cierto es que cuatro años después, víctima de una depresión y de su adicción a la cocaína, fallecía en un hotel de Rimini. Habían pasado casi diez años desde su gloriosa presentación en sociedad en aquel magnífico Giro. Diez años con los que ni la sombra del doping o de su tormentoso final pueden. Son estos aspectos barridos de un plumazo a un rincón de la historia, convertidos en acontecimientos residuales, por contra cobra viveza en nuestra memoria, en nuestra retina, la imagen inmortal de su calva cubierta con una badana, sus manos asidas a la parte inferior del manillar y su enjuta figura volcada sobre el manillar. Es el Galibier en 1998, pero también el Mortirolo en 1994 o el Mont Ventoux en el año 2000. O cualquier otro momento que cada uno sea capaz de evocar. Porque en realidad es Pantani, quien, no sé si proponiéndoselo o no, corrió para que no le olvidásemos jamás y consiguió que le quisiéramos y que hoy, ocho años después de habernos dejado, sigamos echándole de menos y pensando cuanto le necesitábamos.

sábado, 11 de febrero de 2012

todo el pelotón a la cárcel por si acaso


Andaba yo dándole vueltas a cual iba a ser el tema de mi primer post del año cuando llegó la noticia de la sanción a Contador. 

Mi primera idea había sido, hasta entonces, un post con 10 apuestas para este 2012 ciclístico y apocalíptico que ya ha gastado un mes. Partiendo desde mi más absoluta incompetencia para predecir el futuro pensaba pronosticar, entre otras cosas, que Valverde iba a ganar en Australia y que Contador sería exculpado. Por lo visto mis habilidades siguen intactas, es decir, limitadas.

Dejé pasar los días y di lugar a que el primero de mis pronósticos se cumpliese así que llevado por la euforia olvidé mi quiniela ciclista y me puse manos a la obra con un post sobre el regreso de Valverde. Pero tampoco esta entrada la terminé, así de inconstante aparezco en los primeros meses del año. 

El fin de semana pasado se supo que Lance Armstrong había sido exculpado por la fiscalía de EEUU en la investigación que por presunto dopaje mantenían contra el texano. Pensé que el retorno victorioso de Valverde y la exculpación de Lance eran buenos augurios para comenzar el año así que, convencido como estaba que Contador también sería declarado inocente sólo dos días después, decidí esperar a que la noticia se consumase y ponerme con el post inaugural de la temporada el mismo lunes.

Y sin embargo, a media mañana del lunes, haciendo uso de los símiles bélicos que tan buen papel dramático cumplen en la literatura deportiva, el mundo ciclista saltó por los aires hecho añicos y la realidad de muchos de nosotros transmutó en algo completamente imprevisto.

Desde entonces he leído y escuchado todo tipo de reacciones, desde el ámbito doméstico hasta las más altas estancias gubernamentales. Y en (casi) ninguna de ellas he sido capaz de encontrar un análisis desapasionado del caso. Es Contador uno de esos personajes cuyo aura irradia simpatía y admiración más o menos en las mismas dosis que antipatía y rechazo. Y que sus incondicionales no le iban a condenar estaba tan claro como que sus detractores no le iban a exculpar. Y por supuesto que el juicio de cualquiera de ellos sería ajeno a la sentencia que dictase el TAS. Por todo eso me he querido tomar unos días para ordenar mis ideas al respecto de este tema antes de abordarlo con la precisión y objetividad que, creo, merece la situación.

Para empezar creí necesario realizar un análisis de los hechos lo más aséptico posible, alejado de forofismos. En primer lugar, en el cuerpo de Alberto Contador fue encontrado clembuterol. El clembuterol es una sustancia cuya presencia en el organismo ya es, al margen de cantidades, considerada como doping por la UCI y la AMA. La sanción que la UCI impone por un caso de positivo, sea cual sea la sustancia, es siempre la misma, dos años inhabilitado para correr y el desposeimiento de las victorias conseguidas desde la fecha en que se obtuvo el resultado positivo en el control antidopaje hasta el momento en que la sanción comienza a ser efectiva. Hasta aquí parece claro pues que Alberto tendría poca escapatoria.

Y si está tan claro de dónde proceden mis dudas, cabría decir que hasta mi indignación con la resolución del TAS. Vayamos pues a los matices, que es en estos pequeños reductos, ni negros ni blancos, donde uno suele hallar sino la verdad, si al menos la razón, que presentándose como ideas tan similares no siempre terminan siendo la misma cosa.

Pero antes creo que se impone aclarar un concepto previo a cualquier debate que se genere a raíz de éste y otros casos similares. Hablo de lo que entendemos por doping y a falta de una definición de la RAE entiendo que estaríamos hablando de doping siempre que un deportista consiga una mejora de su rendimiento a través de la ingesta de sustancias cuyo uso esté expresamente prohibido por los organismos responsables. Y creo que conviene aclararlo porque en muchos casos se confunde el doping con la medicina deportiva e incluso con la medicina terapéutica, sobre todo en el juicio social, el más cruel de cuantos se llevan a cabo. Aclarado esto me centro en el clembuterol, la sustancia que se encontró en el cuerpo de Contador. Y aquí me detengo en dos consideraciones, por un lado que estamos hablando de una sustancia que puede llegar al cuerpo por diversas vías, no sólo la farmacológica o médica, también la alimenticia y he leído estos días que incluso a través del agua. En segundo lugar, la presencia de clembuterol en el organismo es considerada doping per se desde los años 70 ya que en aquellos momentos las cantidades que se podía detectar en el organismo sólo podían significar su ingesta médica, es decir, con fines dopantes. Casi cuarenta años después los métodos de detección han evolucionado tanto que la presencia de clembuterol en el cuerpo no tiene porque significar necesariamente que el deportista se haya dopado, es decir, que en ciertas cantidades, el clembuterol no ofrece mejora alguna del rendimiento. Este es el caso de Contador.

Bien, creo que he llegado al verdadero nudo gordiano del asunto, el punto donde la razón y los datos se mezclan con la pasión y la fe, conceptos todos estos que suelen caminar muy mal de la mano. Aquí, entiendo, es donde los detractores de Contador se agarran al texto de la ley y los incondicionales recurren a ese concepto tan difuso que los juristas llaman "el espíritu de la ley" por lo que yo voy a intentar seguir manteniéndome en un terreno intermedio. ¿Ha dado positivo Contador? Si. ¿Se ha dopado? No. La respuesta a estas preguntas no es mía, lo es de la sentencia del TAS. ¿Es esta una contradicción? En el mundo del derecho civil o penal lo sería, en el mundo del derecho deportivo no. Y hay aquí un aspecto que me parece la auténtica génesis de todos los acalorados debates que he escuchado y de los que he participado estos días, incluso estos meses, que la sentencia no viene sino a dar la razón a uno de los bandos que todo este tiempo han estado enfrentados. Y es que los defensores de Contador olvidan (olvidamos) que en el derecho deportivo es la inocencia lo que se tiene que demostrar y que si no lo consigues, eres culpable. La presunción de inocencia pues, pilar fundamental del derecho civil y penal, no existe en el deportivo. ¿Injusto? A todas luces parece que si ¿pero de quién es culpa que esto sea así? No alcanzan mis conocimientos para cavar tan hondo. Lo que si parece claro es que es un arduo trabajo el de demostrar tu inocencia. Sobre todo si te has comido las pruebas.

Pero no es ésta la única incongruencia legal que hemos encontrado en este caso. Ya mencionaba antes el evidente anacronismo de la norma del clembuterol. Imagino ahora a los detractores de Contador que estén leyendo esto, afilando sus cuchillos, esgrimiendo su principal arma. "Es que la Ley dice…". Bien, la Ley, como todo en este vida menos la Muerte, es un concepto dinámico. Leyes injustas hubo desde que el hombre es hombre y las seguirá habiendo, algunas se cambiaron y a otras seguimos esperando. Por lo tanto mi reflexión final a esta larga exposición es que creo que hubiese sido un buen momento para apretar el botón de Reset, para establecer un intervalo a partir del cual el clembuterol debe ser considerado doping y para partir del supuesto de inocencia hasta que se demuestre lo contrario pues la sanción de un culpable jamás puede justificar la crucificación de un inocente. A propósito de esta idea leí el otro día un tuit del inefable Antonio Alix que escondía una idea de lo más peligrosa. Venía a defender el periodista de Eurosport que partir del supuesto de inocencia era poco menos que pegarse un tiro en el pie pues suponía abrir la puerta para que se cuelen todo tipo de tramposos. Me recordó esta idea a los más viejos y caducos argumentos de los estados fascistas y sobre todo a una memorable viñeta de Forges no recuerdo a propósito de que situación. Se veía en ella la fachada de una prisión y la viñeta rezaba un eslogan: "Todo España a la cárcel por si acaso". Pues eso, Alix, todo el pelotón a la cárcel... por si acaso.

P.D.: De como la UCI, la AMA y el TAS han tratado este caso no he hablado de forma deliberada, es decir, he obviado aspectos como los agravios comparativos con otros casos, la excesiva demora en la resolución o el arbitrario periodo de sanción por el mero hecho de que creo que ninguno de esos aspectos cambia una coma de lo que ha hecho o dejado de hacer Alberto Contador. De él lo espero todo, de aquellos uno no espera más que se aparten, que den un paso a un lado y legislen y dirijan lejos de los focos, donde sólo deberían lucir los ciclistas.