martes, 20 de septiembre de 2011

fiebre en la carretera (4)


Durante el año 85 tuvo lugar un acontecimiento familiar aparentemente ajeno al ciclismo y que, sin embargo, en el futuro determinaría la manera en que a partir de ese momento nos íbamos a relacionar con el ciclismo condicionando ciertas rutinas familiares. Allá por el mes de abril mi madre entró a trabajar como dependienta en una librería que unos años después acabaría comprando. Era su primer trabajo después de haber pasado los diez años anteriores al cuidado de sus hijos y aunque el cómo este cambio modificó nuestra forma de relacionarnos con el ciclismo es algo que aún no procede contar, si que conviene ir apuntándolo para contextualizar los futuros acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse.

En el verano de 1985 el Tour de Francia aún me resultaba muy ajeno, tanto que tan sólo la presencia de los Lemond, Hinault o Fignon en mis cartones de adhesivos para chapas me certificaban la pertenencia de éstos al mismo deporte que los Perico Delgado, Peio Ruiz Cabestany, Sean Kelly o Álvaro Pino. Hay que unir a esto el hecho de que a esa edad, hablo por mí, quizá por todos los que recuerdan como era tener nueve años en aquella época, la mención de lugares como Francia o los Alpes evocaba directamente lugares de fantasía, como si alguien mencionase ahora Mordor o Invernalia. Si, sabíamos que Francia existía, lo habíamos visto en los mapas del colegio, pero si para ir a Alicante, que estaba mucho más cerca, había que pasarse diez o doce horas en el coche, ir a Francia suponía directamente una odisea de proporciones bíblicas. Si a esto unimos la discreta actuación de los corredores españoles en el Tour y por consiguiente la poca repercusión que éste generaba en los medios, nada que ver con el despliegue mediático que generaba la Vuelta Ciclista (nunca entendí porque no daban al menos los resúmenes nocturnos de las etapas del Tour de la misma manera que daban los de la Vuelta), tenemos un escenario donde el ciclismo era la estrella tres semanas al año para pasar a convertirse en algo residual el resto del año en el ánimo de aficionados y prensa.

Como la calma que precede la tempestad, la Vuelta del 86 iba a pasar casi desapercibida por mi vida. Atribuyo este desinterés a varios factores que, sumados, resultaron determinantes en mi falta de implicación con la Vuelta de ese año. En primer lugar, aquella primavera, la de 1986, vi proclamarse campeón de Liga al Real Madrid por primera vez desde que había empezado a seguir el fútbol allá por el año 81, en los albores del Mundial de España. En las dos temporadas anteriores había anhelado tanto ese título y había acumulado tantas decepciones que cuando por fin nos proclamamos campeones a falta de cuatro jornadas para el final, una tarde de domingo del mes de marzo, en un partido contra el Real Valladolid, estallé en una especie de júbilo místico que se prolongó hasta que a finales de abril, primeros de mayo, completamos esa inolvidable temporada con el segundo título consecutivo de la Copa de la UEFA. El mismo día que el Madrid barría al Colonia en el partido de ida, ganándole por 5 a 0 en el Santiago Bernabéu, Marino Lejarreta vencía en la cronoescalada al Alto del Naranco de la octava etapa de una Vuelta que dominaba Robert Millar. De lo primero tengo vívidos recuerdos, lo segundo he tenido que comprobarlo en la wikipedia.

Por si este éxtasis madridista fuera poco, aquel año volvía a haber Mundial de fútbol, en México. Habían pasado dos años de la derrota en la final de la Eurocopa contra Francia, esto unido a la presencia masiva de jugadores del Madrid en la selección multiplicó mi implicación en aquel campeonato que estaba a punto de comenzar. En este estado de cosas, resultaba muy difícil no focalizar la atención en el fútbol y distraerla de cualquier otro evento, por magno que éste fuera. Además, a ello contribuyó el devenir de la Vuelta misma. Con Perico Delgado casi descartado desde la contrarreloj de Valladolid de la undécima etapa y con la carrera convertida en un mano a mano entre Álvaro Pino y Robert Millar, con Kelly y Dietzen como alternativas más reales, fui perdiendo interés progresivamente en ella y aunque prefería que ganase el gallego, lo que yo de verdad deseaba es que España culminase mi año grande con el título mundial de fútbol.

No fuimos campeones, todos lo sabemos y aunque los que lo vimos no olvidaremos jamás la noche de los cuatro goles de Butragueño a Dinamarca, la historia de aquel mundial nos reservó nuestro espacio favorito: los cuartos de final como tope.

Me había desentendido de la Vuelta por una promesa insatisfecha así que, desencantado volví mi vista de nuevo al ciclismo en el mes de julio. A partir de entonces, encontrar consuelo en el ciclismo a los múltiples sinsabores que la vida me reservaba se convirtió en una constante que alcanzaría dimensiones patológicas en algunos momentos. 

Chozas en el Granon, Tour'86
Fue un Tour extraño para mí. Era la primera vez que mostraba algo de interés por la carrera francesa, más allá de conocer el ganador final. Pero como nuestra querida televisión pública, la única, aún no la retransmitía y tampoco nos llegaban resúmenes nocturnos, tuve que recurrir a la radio y la prensa escrita para saber de lo que en aquel terreno "pseudoilusorio" que los mapas llamaban Francia, sucedía. Y sucedía que aquel fue un año sorprendentemente productivo para los españoles en el Tour. Hasta cinco victorias parciales cosecharon los nuestros y por alguna extraña razón fue la de Eduardo Chozas en el Granon la que más vívidamente quedó grabada en mi memoria. Los ecos de una cabalgada a la que la entusiasta narración de la radio dotó de un aire epopéyico aún resuenan en mi cabeza. Y me sorprende el hecho de recordar especialmente la de Chozas porque aquel año Perico ganó en Pau (si la memoria no me falla a Hinault) y aún más extraordinario fue que Gorospe, mi inestimable Julián Gorospe, ganase en Sait-Éttiene a cinco días de terminar la carrera. También Peio Ruiz Cabestany, para deleite de mi hermano, y Serrapio consiguieron su etapa. Álvaro Pino se hizo con el octavo puesto y una pregunta volvió a flotar en el ambiente como tres años antes lo había hecho y como lo haría tres años después: ¿hasta dónde hubiese llegado Perico si no…? Ya comenzaba Perico a apuntar las líneas maestras por las que habría de regirse toda su carrera deportiva, la incertidumbre de lo que pudo haber sido imponiéndose sobre la certeza de lo que fue. Una pájara descomunal en 1983, el fallecimiento de su madre en 1986, el irrepetible e incalificable despiste de Luxemburgo en 1989… la vida de Perico Delgado, al menos la deportiva, es un " lo que pudo haber sido" perpetuado a lo largo de sus doce años como profesional.

El caso es que algo había empezado a cambiar y no sólo en mi particular ánimo de aficionado. En el de otros muchos también aunque ninguno, creo, estábamos preparados para el espectacular cambio en la relación de fuerzas entre Vuelta a España y Tour de Francia que iba a producirse la temporada siguiente. Y en el vórtice de aquel ciclón se iba a situar Pedro Delgado, como casi siempre a lo largo de aquella década.

viernes, 16 de septiembre de 2011

aquella tarde de julio


Probablemente, si en algo coincidiremos Carlos Sastre y yo alguna vez, amén del año de nacimiento,  sea en elegir un momento de su vida deportiva. Aquella tarde del mes de julio del año 2008 en que sentenció el Tour de Francia con su ataque en el Alpe d’Huez.

Diferiremos sin embargo en los motivos que nos llevan a elegir ese instante sobre cualquier otro. Para Carlos el valor más allá del gesto deportivo, probablemente resida en lo que le permitió conseguir, en lo que ese ataque significó dentro del contexto de un Tour de Francia que acabaría ganando y de lo que esa victoria supone dentro de un contexto aún mayor que es el de su carrera deportiva. Para mí, sin obviar el hecho de que probablemente aquel día se vio al mejor Carlos Sastre de sus catorce años de profesional, el valor reside en una serie de acontecimientos relativos a mi ámbito privado pero a la vez íntimamente ligados a aquella etapa. 

Tomo prestada ahora una frase del final de Blade Runner, todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”. Bien, asumo que el paso de los años irá borrando de mi recuerdo momentos que ahora permanecen indelebles en mi memoria. Asumo que en un plazo de veinticinco o treinta años, a lo mejor he olvidado el ataque de Contador de este año en el Galibier o incluso confunda y mezcle en mi memoria la visita al bosque de Arenberg del pasado abril con la de 2008 o con otras que estén por venir. Lo confundiré, probablemente lo olvide igual que ahora mismo hay momentos de mi vida perdidos para siempre en la negra noche de los tiempos. Y sin embargo me cuesta creer que algún día habré olvidado aquella tarde del 23 de julio de 2008. 

Sastre a la "puerta de casa"
La hora exacta no puedo precisarla ¿Las cuatro y media? ¿Las cinco? No mucho más pronto, desde luego no más tarde. Hace menos de veinticuatro horas que mi hermano, mis padres y yo nos hemos instalado en una pequeña y acogedora casa alpina a unos metros de la pancarta de 5 kilómetros a la cima de Alpe d’Huez. Esa misma mañana, mi hermano y yo hemos completado por segunda vez en nuestra vida, la ascensión a Alpe d’Huez, dos años después de haberlo visitado por vez primera. Comemos pronto con el rumor de la retransmisión de la etapa a través de la televisión francesa como ruido de fondo. Los corredores están transitando la Croix de Fer. En un rato estarán a pie del Alpe, a menos de diez kilómetros de donde estamos ahora mismo así que nerviosos y excitados recogemos rápido y salimos a esperar el paso de la carrera. El tiempo se ralentiza bajo un sol que castiga sin abrasar, pasa la caravana publicitaria como una suerte de cabalgata de Reyes, reparte regalos y genera expectación, ya no queda mucho para ver a los ciclistas. Un espectador aguarda con un transistor por el que se  informa de cómo viene la carrera. No entiendo absolutamente nada de lo que dicen por la radio… hasta que entiendo sólo dos palabras: Carlos Sastre. Corro un momento al interior de la casa y veo en la televisión que Sastre es cabeza de carrera en solitario. Vuelvo a salir y un poco más tarde nos llega el rumor sordo que poco a poco se transforma en rugido. Están aquí ¡Ya vienen! Motos, coches de organización… parafernalia que se transforma en liturgia. ¡Ahí está, es Carlos, Carlos Sastre! Pasa en cabeza, con su gesto característico, acompasando la respiración, con buena cadencia. Mi padre saca la foto que acompaña a este post. Sastre se va, gira ligeramente a la derecha y le perdemos. No tomamos referencias pero nos parece una vida lo que tardan en llegar el resto de favoritos. No hay duda, Carlos va a ganar en el Alpe y parece seguro que se pondrá líder.

No queremos saber nada más. En Madrid nos espera un vídeo con las tres etapas alpinas y queremos verlo sin saber absolutamente nada del desarrollo de la carrera. Sin embargo, un pequeño indicio en forma de anécdota nos dará pistas dos días más tarde. Aquel verano recorrí media Francia, no es hipérbole, de Normandía a los Alpes pasando por París, y en cada sitio que paramos busqué el maillot amarillo del Tour, supongo que el capricho insatisfecho del niño que un día quiso ser Perico Delgado. El caso es que la tarde que llegábamos a Alpe d’Huez, en una tienda en Bourg d’Oisans, por fin encuentro el maillot anhelado, de mi talla y a un precio razonable. Es el maillot con el que la mañana siguiente subiré el Alpe y con el que tres días más tarde afrontaré nuestra ascensión al Galibier, donde un cicloturista francés nos dará ese pequeño indicio de lo que ha sucedido en el Alpe, en el Tour, cuando al adelantarnos nos salude con un cómplice “bonjour, Carlos”. Llevo el maillot amarillo, soy el líder del Tour, es decir, Carlos Sastre.

Aquel fue el último verano que pasé con mi padre. Ya no habrá otros. Ayer, cuando supe que Carlos Sastre se retiraba, la primera imagen que me vino a la cabeza no fue de Carlos, fue de mi padre, esperando el paso de la carrera con su cámara de fotos y su gorrito con el estampado del maillot de la montaña que había recogido de la caravana publicitaria. Fue una tarde de julio de hace tres años y conforma una estampa casi familiar que permanece detenida en el tiempo para siempre y de la que Carlos Sastre forma parte como uno más de manera muy vívida. Por eso, cuando ayer supe que Carlos se retiraba sentí una punzada un poco más dolorosa que ante la retirada de cualquier otro ciclista. El adiós de Carlos simboliza, para mí, no sólo la despedida de un ciclista al que he respetado más que admirado, también escenifica a la perfección el discurrir de sentido único de la vida de cualquiera de nosotros, el inexorable paso del tiempo y lo vano que resulta resistirse a ello, lo estéril que resulta intentar retener cualquier lágrima en mitad de la lluvia.

Pese a todo y quizá por todo eso, gracias Carlos.

martes, 13 de septiembre de 2011

el ciclismo que soñé (y 2)

Viendo el pasado Tour de Francia pensé, no soy capaz de recordar a cuenta de qué, supongo que a propósito de la enorme diferencia de equipo, o al menos de prestaciones, entre Leopard y Saxo Bank, en esas grandes escuadras tipo US Postal de la era Armstrong o el Astana de 2009 capaces de bloquear una carrera durante días merced a su enorme potencial. Entiendo que un aspirante al triunfo final en una Grande desea rodearse del equipo más potente que le sea posible para con ello minimizar al máximo el efecto de las múltiples variables, sobre todo las adversas, que pueden surgir a lo largo de la disputa de cualquier competición. Pero estas situaciones está claro que ejercen un efecto negativo sobre la emoción que una carrera incierta puede generar y por tanto en contra del espectáculo. Y ya creo que ha quedado claro la necesidad que de convertir el ciclismo en un espectáculo hay por lo que mi propuesta sería reducir la participación en las Grandes Vueltas de nueve a siete corredores por equipo. Esto, además de dificultar estas situaciones de bloqueo, tendría otros efectos colaterales que también considero beneficiosos. El primero sería relativo a la seguridad de los ciclistas. Siempre que sobrevienen desgracias, y este año, maldita sea, las hemos tenido, hay alguien que apunta lo problemático que puede llegar a ser un pelotón de 200 corredores en el que todos necesitan, ni siquiera desean, estar en cabeza de pelotón. Por otro lado permitiría incrementar la cifra de equipos participantes. Para visualizar esto mejor, valga un ejemplo: en el último Tour de Francia tomaron la salida 22 equipos lo que, a 9 corredores por cada uno supone un total de 198 corredores. 25 equipos con 7 corredores cada uno supondría un pelotón de 175 corredores. Son 23 corredores menos y sin embargo 3 escuadras más cada una de ellas con sus propios intereses. Me parece evidente que estaríamos ante situaciones de carrera mucho más interesantes desde el punto de vista del espectador que con la actual estructura.

Relacionado con este tema me gustaría además apuntar la posibilidad de reducir el cupo máximo de corredores por plantilla de 30 a 25. Esta medida tendría una doble finalidad que sería por un lado dificultar la creación de superequipos que si bien tendrían más problemas para bloquear una carrera concreta con la norma de los 7 corredores,  encontrarían menos inconvenientes a la hora de acaparar figuras en plantilla. Por otro lado podría generar una dinámica favorable para que más patrocinadores se acercasen al ciclismo animados por la posibilidad de tener buenos corredores en sus equipos y de resultar competitivos en las pruebas más importantes. Como guinda a esta medida adoptaría un concepto importado del deporte profesional americano y que se me antoja vital en cualquier deporte de equipo y es el Límite Salarial. Esto es, establecer un gasto máximo en sueldos de corredores que al igual que la reducción de las plantillas dificulte la creación de esos superequipos dominantes. En el caso de la NBA tengo entendido, no lo he comprobado, que si bien los equipos pueden sobrepasar ese límite salarial, cuando lo hacen están obligados a pagar el doble de la cifra en la que se han excedido a la propia NBA que reparte ese dinero de forma equitativa entre los equipos que no han alcanzado dicho límite. Estas medidas irían encaminadas a que en un plazo relativamente corto nos encontrásemos con un número de equipos considerablemente mayor al actual de un nivel muy parecido compitiendo por los mismos objetivos.

Cuando en 2004 se impulsó la creación del UCI Pro Tour, un terremoto sacudió los cimientos del ciclismo y no fueron pocas las voces que se alzaron en su contra. El invento, tal y como se concibió, resultó un fracaso estruendoso y cada año se ha ido matizando, “suavizando” diría yo, respecto a su idea original. El sistema de puntos establecido por la UCI para la temporada 2011 y con la que se regirá la sesión de 2012, supone un despropósito aún mayor en esta especie de huida hacia adelante en la que parece haberse instalado el máximo organismo del ciclismo. Sin entrar en muchos detalles, la información circula por la red para quien desee consultarla, diré que la idea de que los puntos pertenecen al corredor y no al equipo es simplemente descabellada. Y me valdré de un ejemplo para explicarlo. Philippe Gilbert, el corredor más laureado de esta temporada, confirmó en agosto su fichaje por BMC para el año 2012. ¿Por qué habría de llevarle Lotto a las carreras que restan desde ese momento hasta el final de temporada? ¿Acaso no sería más interesante para ellos intentar conseguir puntos con corredores cuya permanencia en el equipo sea segura de modo que los posibles puntos que se consigan sean para el equipo y más teniendo en cuenta que de esos puntos depende su permanencia en la élite ciclista el año próximo? En cualquier caso no tendría mucho sentido estar engordando la cuenta de puntos de otra escuadra. Y si la escuadra belga optase por no llevar a Gilbert a ninguna carrera más desde ese momento ¿no se estaría desvirtuando la competición? Porque entiendo que el caso de Gilbert es sólo un ejemplo y que esta situación podría repetirse con todos y cada uno de los corredores cuya marcha esté confirmada.

No creo que el UCI Pro Tour fuese un error absoluto y que el sistema de puntos sea descalificable per se. Al contario, creo que hay conceptos salvables en ambos sistemas por lo que mi propuesta pasaría en primer lugar por elaborar una clasificación de las carreras por categorías y establecer un sistema de puntuación para cada una de dichas categorías primando la victoria sobre cualquier otro logro, lo que evitaría que asistiéramos a ciertas tácticas rácanas encaminadas a defender un 10º puesto en una general final sobre el logro de una victoria parcial, por ejemplo. En base a ese sistema de puntuación se establecería una clasificación por equipos que determinaría el sistema de participación en las carreras. De esta forma nos encontraríamos, por ejemplo, que los 15 primeros equipos de la clasificación tendrían su plaza asegurada en las competiciones en las que solicitasen su inscripción, pudiendo disponer la Organización del resto de vacantes para cursar las invitaciones que considere oportuno. Si alguno de esos quince primeros equipos renunciase a su plaza en alguna carrera, ésta sería cubierta por el decimosexto clasificado y así sucesivamente. ¿Qué persigue esta medida? Por un lado la implicación de todos los equipos participantes en la disputa de la competición y evitar así situaciones tan absurdas como por ejemplo ver a Euskaltel un año si y otro también pasar sin pena ni gloria por la Paris-Roubaix mientras equipos belgas y franceses, mucho más identificados con la prueba se quedan fuera o el sangrante caso de la invitación a los Bouygues Telecom o Saur de turno a la Vuelta a España, donde su participación es residual siendo generosos, mientras que equipos como Caja Rural se quedan fuera.

Uno de los efectos colaterales más lamentables de la instauración del UCI Pro Tour fue, a mi parecer, la desaparición de la Copa del Mundo. Era esta una competición que conseguía despertar el interés de todos, desde aficionados a corredores pasando por sponsors y televisiones, dado que se disputaba a lo largo de toda la temporada y, sin restar un ápice de expectación a las grandes clásicas del calendario, incrementar el valor de alguna prueba menor que veía como corredores de primer nivel acudían a ella dispuestos a competir como si de uno de los 5 Monumentos se tratase, sabedores de que, si bien el prestigio de conseguir una prueba de estas era menor respecto a las Grandes Clásicas, el valor en puntos de cara a la Copa del Mundo era similar a cualquier otra. Entiendo que restaurar la Copa del Mundo sería un enorme impulso mediático para todas y cada una de las pruebas que la componen con la consiguiente repercusión positiva sobre aspectos publicitarios y de sponsorización.

Para concluir me gustaría hacer dos apuntes más. Al principio de esta exposición apuntaba la necesidad de convertir el ciclismo en un espectáculo que pueda ser vendido. Bien, llegados a este punto creo necesario, y este es uno de esos terrenos donde el firme se vuelve inestable bajo mis pies, que una vez que se haya cumplido la primera parte de la premisa, esto es, el espectáculo está ahí, se impone, para que esa “venta” sea rentable la necesidad de presentar un frente común ante ciertos agentes externos al ciclismo por lo que considero que resultaría muy interesante una negociación colectiva, con la AIOCC como cabeza visible, de los derechos televisivos de las pruebas. Viene esto a cuento de la sempiterna excusa de las televisiones para no retransmitir más que el Tour de Francia y la Vuelta a España, de que el ciclismo no es rentable. Bueno, cuesta creer que un deporte donde la inversión en infraestructura para su retransmisión (TVE sólo despliega medios para retransmitir las pruebas nacionales) es cero, de pérdidas. Fijándonos en el espejo del Mundial de Motociclismo nos encontramos con que, por contrato, las televisiones están obligadas a retransmitir en directo hasta los entrenamientos libres, por mucho que estos gocen de una audiencia residual respecto a las carreras. ¿Acaso es descabellado pensar que la AIOCC exija a las televisiones que compren los derechos para el Tour, el Giro o la Vuelta que hagan lo mismo con todo el calendario de clásicas y las principales pruebas de una semana con el compromiso de retransmitir al menos una hora diaria de cada una de ellas? Como decía antes, en este aspecto no estoy muy seguro de lo expuesto ya que desconozco como se negocian dichos derechos por lo que simplemente intento plantear un escenario posible y beneficioso para el ciclismo.

Y básicamente, esto es todo. Como ya dije al principio, entiendo que cada una de estas medidas puede tener un efecto negativo, lo tendrán, sin duda, pero sigo pensando que merece la pena intentarlo. También tengo claro que habrá más medidas y alguna aún mejor que estas, que son sólo unas pocas y las que a mi, como aficionado, se me antojan imprescindibles. Y por último tengo claro que algunas de estas medidas son inviables en el contexto en el que se mueve el ciclismo actual, con bandos atrincherados defendiendo su pequeño coto de poder frente a otras fuerzas exógenas así que mi optimismo relativo al futuro inmediato del ciclismo es moderado y de hecho no confío en que el verdadero problema de nuestro deporte se resuelva hasta que las estructuras ciclistas actuales no se derrumben bajo el peso de su podedumbre. Mientras tanto, seguiremos asistiendo a esta detestable lucha de poderes y, eso si, siempre, a la impagable lucha de los corredores, al fin y al cabo el ciclismo son ellos, en las carreteras.

lunes, 12 de septiembre de 2011

el ciclismo que soñé (1)

Vaya por delante antes de soltar los perros que lo que a continuación voy a detallar son tan sólo algunas propuestas para mejorar el ciclismo, que como tales son discutibles y probablemente no generen una mejora absoluta y por contra tengan algún que otro efecto negativo en otra parte, la teoría de la manta corta aplicada al ciclismo. Que si bien de algunas de ellas tengo la certeza de que suponen una mejora sustancial sobre lo existente, otras me generan más dudas aunque creo que merecería la pena al menos que se comprobase su eficacia poniéndolas en práctica durante un tiempo. Y vaya por delante, sobre todo, que como mero aficionado soy ajeno y por tanto desconocedor de ciertas dinámicas internas del ciclismo por lo que el patinazo en algunas de las cuestiones que pretendo plantear puede ser mayúsculo pero como no me mueve otro interés que no sea aportar ideas para la mejora del ciclismo no me causa el menor pudor quedar retratado como el profano que soy.

Antes de adentrarme en el desglose de las medidas a tomar querría aclarar que todas ellas nacen de una reflexión en cuya génesis se encuentra una idea de la que no voy a cometer la imprudencia de apropiarme y no es otra que la concepción del deporte profesional no sólo como tal si no también como un espectáculo que necesita del consumo de masas para existir. Y en el caso del ciclismo este axioma adquiere una dimensión vital pues si en otros deportes la existencia de patrocinadores delimita COMO va a existir ese deporte, en el ciclismo directamente determina su existencia. Sin patrocinadores no existiría el ciclismo profesional. Ahora bien, ¿qué tiene que ofrecer el ciclismo para que un patrocinador decida invertir su dinero en él? Parece evidente que la posibilidad de rentabilizar su inversión en forma de publicidad, que en este caso concreto se obtiene a través de su aparición en los medios de comunicación, sobre todo en televisión. Llegados a este punto cambiemos de actor y pensamos como responsables de una cadena televisiva. ¿Por qué dar ciclismo? A esta pregunta, por desgracia, sólo puede responderse de una manera: porque tiene audiencia. ¿Y por qué va a tener audiencia el ciclismo? Hablo de España, el país que conozco, asumiendo que más allá de nuestras fronteras las cosas son distintas y que en Bélgica, Holanda, Francia o Italia la afición al ciclismo está mucho más consolidada. En España cualquier deporte sólo interesa cuando hay una figura de nivel mundial. El ejemplo más gráfico resulta la Formula-1. Hasta la aparición de Alonso la afición por este deporte era residual y sé de lo que hablo pues yo debí de ser de los pocos que se indignó cuando en los años previos a la aparición de nuestro insigne asturiano el mundial ni siquiera fue televisado. Sin embargo ahora todo el mundo sabe de Formula-1 y las cadenas privadas se pegan por sus derechos televisivos. Es decir, si tuviésemos una figura de nivel mundial, en teoría, el ciclismo debería atraer masas de espectadores ávidos de la gloria nacional. Sucede que el mejor corredor del mundo, al menos el mejor en las Grandes Vueltas es español. En el año 2008, por ejemplo, Alberto Contador ganó Vuelta al País Vasco, Giro y Vuelta a España, Alejandro Valverde la Lieja y Dauphiné, Carlos Sastre el Tour de Francia y Samuel Sánchez el Oro Olímpico. Este hito no tenía precedentes en la historia del ciclismo. Es decir, no sólo el mejor corredor del mundo es español si no que hay al menos media docena de corredores españoles entre los mejores. Siguiendo con el símil de la Formula-1 es como si además de Alonso, Massa, Webber y Button fuesen también españoles. ¿Entonces por qué el ciclismo no resulta tan atractivo para las cadenas de televisión? A esta incógnita sólo se me ocurre responder que el ciclismo no sabe venderse a sí mismo como el espectáculo que puede llegar a ser. Y es ésta, en definitiva, la causa última que me lleva a reflexionar sobre las medidas que, creo, convertirían al ciclismo en algo mucho más atractivo para el espectador y por tanto para televisiones y patrocinadores.

Mucho se ha hablado de los escándalos de doping como el germen de todos los males del ciclismo. Incluso desde algunos estamentos se abanderan cruzadas con el advenimiento de una tierra prometida de una pureza competitiva sin igual como fin único. No seré yo quien exculpe a los tramposos y quien menosprecie el efecto de estos escándalos en el ánimo de los posibles patrocinadores pero si me permito relativizar su influencia como origen único de estos males. Es más, me atrevería a asegurar que las luchas de poder entre UCI, Federaciones nacionales y AIOCC (Asociación Internacional de Organizadores de Carreras Ciclistas) tienen tanta o mayor responsabilidad en esta situación porque no es el ciclismo el deporte más corrupto y ni mucho menos el único pero si debe de ser de los pocos en que sus propios responsables airean sus vergüenzas a los cuatro vientos en aras de no se sabe muy bien qué. Así que llegados a este punto propongo dos de mis soluciones.

Por un lado una separación perfectamente delimitada entre las funciones de cada uno de los estamentos con la UCI y Federaciones actuando como meros árbitros de cada competición y jamás interfiriendo en aspectos organizativos de las mismas (salvo en los Mundiales), dejando este aspecto (diseño de recorridos, sistema de invitaciones, etc…) a la AIOCC. Sería interesante además que el papel de este organismo, la AIOCC, adquiriese mayor relevancia y que en definitiva, resultase el órgano supremo encargado de elaborar el calendario anual de carreras.

En cuanto al doping lo primero que habría que hacer es asumir un principio fundamental que no es otro que la existencia inherente a la competición de los tramposos. Allá donde exista una norma encontraremos a alguien intentando saltársela por lo que el doping es imposible de erradicar. Siendo así, sólo cabe disuadir al tramposo de lo poco rentable que puede resultar infringir las leyes si al final es pillado. Pero aquí ha habido un error garrafal, a mi entender, desde que comenzó la cruzada contra el dopaje y es el error mayúsculo de considerar al ciclista el único culpable de estas situaciones por lo que creo que resulta imprescindible, si lo que de verdad se desea es ponerle fin a este tipo de conductas, otra cosa es que todo esto no sea más que una mascarada con fines políticos, imponer sanciones a directores y médicos. Si un ciclista es sancionado dos años por dopaje, la pena no me parece mal, incluso tres años me parecería justo, esa misma sanción debe ser aplicada al menos sobre el director del equipo y en algunos casos concretos sobre los médicos. Entiendo que éstos se defenderán diciendo que no pueden responsabilizarse de lo que los corredores hagan cuando están fuera de competición por lo que incluiría aquí la única excepción a la norma de la sanción a directores y médicos que sería para aquellos casos en los que el dopaje se detecta dentro del propio equipo y es éste el que lo denuncia. Si así fuese, quedaría probado, entiendo yo, el compromiso del equipo con la limpieza de la competición y por tanto sería eximidos de toda culpa. Cualquier otro escenario supone, en el menor de las casos, un grave acto de negligencia profesional que considero razonable sancionar. Por otro lado se me antoja imprescindible, sobre todo en un primer estadio regenerativo de la credibilidad del ciclismo, que los procesos sancionadores sean absolutamente privados hasta que la sentencia sea firme, esto es, evitar el enjuiciamiento público de cualquier corredor por una mera sospecha de dopaje. El caso de Contador o Mosquera, por no retrotraernos más en el tiempo son un magnífico ejemplo de como generar un despropósito absoluto de algo que debería haber sido resuelto en privado y en un lapso de tiempo mucho menor.

Otro de los aspectos que ha generado más polémica en los últimos años respecto a su utilización o no en carreras ciclistas son los llamados “pinganillos”. Pertenezco al sector de los que piensan que estos aparatitos han matado en cierta forma el espectáculo minimizando la posibilidad de que se den situaciones de carrera caóticas y descontroladas donde sea la inteligencia del corredor y su capacidad de tomar decisiones por si mismo lo que determine el desarrollo de la carrera. Pero como monto en bici entiendo la reivindicación que los corredores hacen del pinganillo como elemento de seguridad (aunque me gustaría recordarle a alguno de estos adalides de la seguridad que entrenar con casco y no con gorrito de lana también es seguridad) por lo que propongo que se mantenga el pinganillo pero en su papel de garante de la integridad física de los ciclistas. ¿Cómo se conseguiría esto? Pues siendo elementos afines a la organización los únicos con posibilidad de transmitir información a través de dichos aparatos, es decir, los directores no tendrían posibilidad de controlar la carrera desde el coche sólo con la radio pero la seguridad de los ciclistas respecto a cualquier posible incidencia o riesgo con el que pudiesen encontrarse en el trazado sería al menos tan grande como la existente ahora mismo.

(continuará...)

domingo, 11 de septiembre de 2011

el mundo se desmorona...

…y nosotros sobre una bici.

Erik Zabel, que entonces corría para el Team Deutsch Telekom levantó los brazos en la meta de Gijón después de derrotar, al sprint, a Freire y a su compatriota Teutenberg. La Vuelta a España había completado su cuarta etapa, tres de las cuales, por cierto, había ganado el alemán, quien pasaba por ser, probablemente, el mejor sprinter del mundo. El calendario estaba a punto de dejar caer la hoja del 11 de septiembre y los ciclistas que aquel día disputaron la etapa probablemente ignorasen que mientras ellos cubrían los 175 kilómetros que separaban León de Gijón, a un océano de distancia de allí el mundo estaba cambiando para siempre.

No sabría decir que etapas de aquella Vuelta vi y cuáles no. Pero hay algo que tengo bastante claro, el 11 de septiembre de 2001 no vi ganar a Zabel en Gijón. Porque, como casi todo el mundo, recuerdo perfectamente lo que estaba haciendo aquel mediodía de hace diez años. Y no era ver la Vuelta Ciclista.

Es más, el único recuerdo que tengo de aquel día no relacionado directamente con los atentados de Nueva York es sentarme, cerca de las nueve de la noche, a ver jugar al Madrid un partido de Champions contra la Roma en el Olímpico de la capital italiana. Recuerdo la extraña sensación de estar contemplando algo que estaba completamente fuera de lugar. ¿Un partido de fútbol mientras el mundo se desmoronaba? Ni el minuto de silencio previo al partido o los brazaletes negros lograba dotarlo de sentido. No terminé de ver el partido y en seguida volví a zapear en busca de más noticias. El mundo, nuestras vidas, era lo que estaba sucediendo en Manhattan y todo lo que no fuese aquello resultaba ridículamente intrascendente.

Julio'02. El sol se pone por el hueco que dejaron las Torres Gemelas

Mi relación por entonces con el ciclismo, sin entrar en muchos detalles, no quiero desvelar demasiado de lo que iré contando en la serie “Fiebre en la carretera”, pasaba por aquel entonces quizá por su punto más bajo desde que me había aficionado al ciclismo allá por la primavera de 1983. Llevaba casi cuatro años sin subirme a una bici desde que otro mediodía de septiembre, éste de 1997, un coche me hubiese arrollado cuando regresaba a casa después de un par de horas de entrenamiento. Por otro lado, la retirada de Indurain me había dejado sin ese referente emocional que a veces se hace tan necesario para implicarse en el seguimiento de cualquier deporte. Si a esto unimos factores relacionados con el tipo de aficiones y compañías que por entonces conformaban mi pequeño mundo, podremos explicar, entender es otro asunto, ese ligero distanciamiento. 

Armstrong había ganado su tercer Tour aquel verano, Simoni había conseguido su primera victoria en el Giro dos meses antes y Ángel Casero acabaría consiguiendo la victoria en la Vuelta el 30 de septiembre de aquel año. El mismo en que Zabel había conquistado San Remo; Bortolami, Flandes; Knaven; Roubaix; Camenzid, Lieja y Di Luca ganaría Lombardía. La desaparecida Copa del Mundo iba a ser para Erik Dekker. Freire conquistaría su segundo Mundial el 14 de octubre, en Lisboa, donde un jovencísimo Van den Broeck se iba a proclamar Campeón del Mundo contrarreloj en categoría junior. En el Saeco italiano debutaba como profesional un joven australiano, Cadel Evans y en el Mapei hacía lo propio otro joven suizo, Fabian Cancellara. Corredores como Alberto Contador, Alejandro Valverde, Andy Schleck, Philippe Gilbert o Tom Boonen ni siquiera eran profesionales. El UCI Pro Tour no existía, puede que ni en el ánimo de las cabezas pensantes que cuatro años después lo pondría en marcha. Aun faltaban un par de años para que Pantani y Chava Jiménez nos dejasen. Banesto, Kelme, ONCE, Festina, Mapei o Fassa Bortolo aún patrocinaban equipos y Lotto, Liquigas, Rabobank o Cofidis ya estaban en el pelotón. Cyanide Studio sacaba a la venta su primera edición de su juego Pro Cycling Manager que iba a determinar la relación de muchos de nosotros con el ciclismo en el futuro.

Así era el mundo del ciclismo hace diez años exactos, el mismo día en que, al menos durante unas horas, todo esto dejó de importarnos lo más mínimo. El día en el que mundo tal y como lo conocíamos se desmoronó para siempre al mismo ritmo que las Torres Gemelas de Nueva York lo hacían sobre si mismas.

PD: Sin que sirva de precedente voy a colocar una foto aquí que no tiene nada que ver con el ciclismo. Es de mi segundo viaje a Nueva York, sólo diez meses después de los atentados. Y es a la ciudad de Nueva York, donde siempre que he ido me he sentido tan a gusto, y a los neoyorquinos, al fin y al cabo ellos son Nueva York, a quien le quiero dedicar este post, hoy, diez años después de aquel 11 de septiembre de 2001.

martes, 6 de septiembre de 2011

de Anglirus y "Tappones"

Entre las múltiples ventajas de las que goza mi vida familiar siempre cuento con la posibilidad de verme inmerso en cualquier discusión que tenga por objeto el más disparatado de los temas con las más imprevisibles posturas y argumentos de por medio. Una de las últimas y de las más jugosas de este verano que expira surgió el domingo pasado a raíz de la llegada de la Vuelta al Angliru. 

Quedaron los bandos, somos españoles, no hay posturas, hay bandos, quedaron los bandos, decía, alineados en torno a dos ideas mucho menos contrarias en esencia que en apariencia. Por un lado la defensa a ultranza de este tipo de subidas extremas, hablamos de Angliru, Zoncolan o Mortirolo, por nombrar las más reseñables, como máxima expresión del ciclismo de montaña y por tanto del ciclismo como espectáculo. Y en el otro rincón de tan peculiar ring la postura a la que me encuentro más cercano: son las etapas con varios puertos de primera y "Hors Catégorie" las que guardan la verdadera esencia del ciclismo, sino como espectáculo, si al menos como deporte.

Las razones de quienes defienden la primera postura, creo que esta no es sólo una discusión familiar, se refieren por un lado a la ausencia de cualquier labor de equipo, lo que desnuda al ciclista haciendo patentes tantos su virtudes como sus carencias a la hora de afrontar una subida. Se le añade a este factor el mero espectáculo casi morboso de ver a los corredores retorcerse en rampas imposibles. Tiene el espectador del ciclismo un anhelo casi insaciable de comprobar cuales son los límites de nuestra especie. Escarmentando, eso si, en cabeza ajena, como dice el refrán.

Sin negar las virtudes de este tipo de subidas, por tanto sin anular los argumentos de los que las defienden, me encuentro sin embargo entre los que prefieren la otra opción, la de las etapas con acumulación de puertos y desniveles, las de ese tipo de etapas que los italianos, reyes del argot ciclista, denominan tappones. Viene mi preferencia justificada, sobre todo, por la inmensa riqueza táctica que estas etapas pueden llegar a llevar asociadas. Cualquier etapa de una gran vuelta es ya de por si una lucha de intereses contradictorios muchas veces, coincidentes algunas, paralelos las menos. Las luchas intestinas por cada uno de ellos multiplica sus efectos sobre la carrera en este tipo de trazados respecto a una etapa llana, por ejemplo, convirtiendo a los corredores en piezas de un complejo tablero donde cada acción genera una serie de reacciones de efectos imprevisibles.

Este año, por no hacer de la nostalgia leña con la que alimentar el fuego que arde en el otro bando, tenemos al menos dos buenos ejemplos de lo que puede dar de si un recorrido exigente con una situación de carrera compleja. La etapa de Val di Fassa en el Giro o la de Serre Chevalier en el Tour son un buen ejemplo del nivel de complejidad que puede llegar a adquirir el desarrollo de una etapa cuando todas esas luchas entran en conflicto. 

Pero como decía al principio, no son posturas irreconciliables, por más que la militancia en una de las dos parezca implicar una renuncia expresa a la opuesta. Si la discusión es cual de las dos opciones prefiero, siempre elegiré la segunda, la de los tappones. Ahora bien, si la discusión es si estas ascensiones extremas deben aparecer en los recorridos de las grandes pruebas mi respuesta es sí… siempre que no condicione en exceso el desarrollo del resto de la carrera, ni por delante ni por detrás. Y fue en este farragoso terreno donde se adentró la discusión toda vez que quedó claro que en cuestión de preferencias los argumentos juegan un papel relativo frente al absoluto de las emociones.

Esta edición de la Vuelta que se aproxima a su ocaso ha tenido, según mi parecer, el recorrido peor diseñado de los últimos años y sin pretender ahondar demasiado en este aspecto (pensaba escribir otro post sobre este tema), si creo que la subida al Angliru, en relación con las otras etapas de montaña de la Vuelta, ha condicionado demasiado el comportamiento de los corredores que han ido dejando, como estudiantes perezosos, las tareas pendientes para el último momento convirtiendo las ascensiones a la Covatilla y sobre todo Sierra Nevada y Manzaneda en escenario de un tímido intercambio de golpes cuya función principal parecía más una toma de medidas de fuerzas que causar un auténtico daño. Cierto es también, no quiero ser acusado de ventajista, que en esta situación han podido influir aspectos más relacionados con la propia naturaleza de esta Vuelta en concreto, es decir, de los corredores que por ella han competido que por el diseño en sí mismo, pues cuesta creer que una Vuelta con un Igor Anton o un Nibali al nivel del año pasado obligados a recuperar en montaña lo que hubiesen perdido en la crono con Wiggins, con un Scarponi al nivel del Giro, o incluso con un Contador al nivel de 2008 (última vez que se subió el Angliru) hubiera tenido un desarrollo similar en todas y cada una de las ascensiones mencionadas.

Llegados a este punto creo por tanto estar en disposición de lanzar mi conclusión. Angliru, y quien dice Angliru dice Zoncolan o Mortirolo, si pero nunca como la última gran etapa de montaña y desde luego, jamás como la Gran Etapa de montaña. Situaría yo, por tanto, esta etapa entre el décimo y el decimoquinto día aproximadamente, evidentemente condicionado todo esto por el resto del recorrido y siempre con, al menos dos grandes etapas de montaña después. Volviendo a la Vuelta de este año hagamos un pequeño ejercicio de imaginación ¿cómo de interesante estaría ahora mismo la carrera si, con las diferencias que se generaron en el Angliru aún tuviésemos por delante, por poner un ejemplo, la subida a los Lagos de Covadonga y San Isidro o Cotobello? Por qué una cosa si tengo claro y en esto tienen razón los que defienden las subidas tipo Angliru. Ahí no hay apenas tácticas de equipo y las diferencias se harían si o si, lo hemos visto todas las veces que se ha subido pues no se trata de ciclismo de competición si no de supervivencia. Es extremo, es atractivo… pero no es El Ciclismo. No al menos para mi (y ahora sólo espero que mi familia no lea esto).