Durante el año 85 tuvo lugar un
acontecimiento familiar aparentemente ajeno al ciclismo y que, sin embargo, en
el futuro determinaría la manera en que a partir de ese momento nos íbamos a
relacionar con el ciclismo condicionando ciertas rutinas familiares. Allá por
el mes de abril mi madre entró a trabajar como dependienta en una librería que
unos años después acabaría comprando. Era su primer trabajo después de haber
pasado los diez años anteriores al cuidado de sus hijos y aunque el cómo este
cambio modificó nuestra forma de relacionarnos con el ciclismo es algo que aún
no procede contar, si que conviene ir apuntándolo para contextualizar los
futuros acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse.
En el verano de 1985 el Tour de Francia aún me resultaba muy ajeno, tanto que tan sólo la presencia de los Lemond, Hinault o Fignon en mis cartones de adhesivos para chapas me certificaban la pertenencia de éstos al mismo deporte que los Perico Delgado, Peio Ruiz Cabestany, Sean Kelly o Álvaro Pino. Hay que unir a esto el hecho de que a esa edad, hablo por mí, quizá por todos los que recuerdan como era tener nueve años en aquella época, la mención de lugares como Francia o los Alpes evocaba directamente lugares de fantasía, como si alguien mencionase ahora Mordor o Invernalia. Si, sabíamos que Francia existía, lo habíamos visto en los mapas del colegio, pero si para ir a Alicante, que estaba mucho más cerca, había que pasarse diez o doce horas en el coche, ir a Francia suponía directamente una odisea de proporciones bíblicas. Si a esto unimos la discreta actuación de los corredores españoles en el Tour y por consiguiente la poca repercusión que éste generaba en los medios, nada que ver con el despliegue mediático que generaba la Vuelta Ciclista (nunca entendí porque no daban al menos los resúmenes nocturnos de las etapas del Tour de la misma manera que daban los de la Vuelta), tenemos un escenario donde el ciclismo era la estrella tres semanas al año para pasar a convertirse en algo residual el resto del año en el ánimo de aficionados y prensa.
En el verano de 1985 el Tour de Francia aún me resultaba muy ajeno, tanto que tan sólo la presencia de los Lemond, Hinault o Fignon en mis cartones de adhesivos para chapas me certificaban la pertenencia de éstos al mismo deporte que los Perico Delgado, Peio Ruiz Cabestany, Sean Kelly o Álvaro Pino. Hay que unir a esto el hecho de que a esa edad, hablo por mí, quizá por todos los que recuerdan como era tener nueve años en aquella época, la mención de lugares como Francia o los Alpes evocaba directamente lugares de fantasía, como si alguien mencionase ahora Mordor o Invernalia. Si, sabíamos que Francia existía, lo habíamos visto en los mapas del colegio, pero si para ir a Alicante, que estaba mucho más cerca, había que pasarse diez o doce horas en el coche, ir a Francia suponía directamente una odisea de proporciones bíblicas. Si a esto unimos la discreta actuación de los corredores españoles en el Tour y por consiguiente la poca repercusión que éste generaba en los medios, nada que ver con el despliegue mediático que generaba la Vuelta Ciclista (nunca entendí porque no daban al menos los resúmenes nocturnos de las etapas del Tour de la misma manera que daban los de la Vuelta), tenemos un escenario donde el ciclismo era la estrella tres semanas al año para pasar a convertirse en algo residual el resto del año en el ánimo de aficionados y prensa.
Como la calma que precede la
tempestad, la Vuelta del 86 iba a pasar casi desapercibida por mi vida.
Atribuyo este desinterés a varios factores que, sumados, resultaron
determinantes en mi falta de implicación con la Vuelta de ese año. En primer
lugar, aquella primavera, la de 1986, vi proclamarse campeón de Liga al Real
Madrid por primera vez desde que había empezado a seguir el fútbol allá por el
año 81, en los albores del Mundial de España. En las dos temporadas anteriores
había anhelado tanto ese título y había acumulado tantas decepciones que cuando
por fin nos proclamamos campeones a falta de cuatro jornadas para el final, una
tarde de domingo del mes de marzo, en un partido contra el Real Valladolid,
estallé en una especie de júbilo místico que se prolongó hasta que a finales de
abril, primeros de mayo, completamos esa inolvidable temporada con el segundo
título consecutivo de la Copa de la UEFA. El mismo día que el Madrid barría al
Colonia en el partido de ida, ganándole por 5 a 0 en el Santiago Bernabéu,
Marino Lejarreta vencía en la cronoescalada al Alto del Naranco de la octava
etapa de una Vuelta que dominaba Robert Millar. De lo primero tengo vívidos
recuerdos, lo segundo he tenido que comprobarlo en la wikipedia.
Por si este éxtasis madridista fuera poco, aquel año volvía a haber Mundial de fútbol, en México. Habían pasado dos años de la derrota en la final de la Eurocopa contra Francia, esto unido a la presencia masiva de jugadores del Madrid en la selección multiplicó mi implicación en aquel campeonato que estaba a punto de comenzar. En este estado de cosas, resultaba muy difícil no focalizar la atención en el fútbol y distraerla de cualquier otro evento, por magno que éste fuera. Además, a ello contribuyó el devenir de la Vuelta misma. Con Perico Delgado casi descartado desde la contrarreloj de Valladolid de la undécima etapa y con la carrera convertida en un mano a mano entre Álvaro Pino y Robert Millar, con Kelly y Dietzen como alternativas más reales, fui perdiendo interés progresivamente en ella y aunque prefería que ganase el gallego, lo que yo de verdad deseaba es que España culminase mi año grande con el título mundial de fútbol.
No fuimos campeones, todos lo sabemos y aunque los que lo vimos no olvidaremos jamás la noche de los cuatro goles de Butragueño a Dinamarca, la historia de aquel mundial nos reservó nuestro espacio favorito: los cuartos de final como tope.
Por si este éxtasis madridista fuera poco, aquel año volvía a haber Mundial de fútbol, en México. Habían pasado dos años de la derrota en la final de la Eurocopa contra Francia, esto unido a la presencia masiva de jugadores del Madrid en la selección multiplicó mi implicación en aquel campeonato que estaba a punto de comenzar. En este estado de cosas, resultaba muy difícil no focalizar la atención en el fútbol y distraerla de cualquier otro evento, por magno que éste fuera. Además, a ello contribuyó el devenir de la Vuelta misma. Con Perico Delgado casi descartado desde la contrarreloj de Valladolid de la undécima etapa y con la carrera convertida en un mano a mano entre Álvaro Pino y Robert Millar, con Kelly y Dietzen como alternativas más reales, fui perdiendo interés progresivamente en ella y aunque prefería que ganase el gallego, lo que yo de verdad deseaba es que España culminase mi año grande con el título mundial de fútbol.
No fuimos campeones, todos lo sabemos y aunque los que lo vimos no olvidaremos jamás la noche de los cuatro goles de Butragueño a Dinamarca, la historia de aquel mundial nos reservó nuestro espacio favorito: los cuartos de final como tope.
Me había desentendido de la
Vuelta por una promesa insatisfecha así que, desencantado volví mi vista de
nuevo al ciclismo en el mes de julio. A partir de entonces, encontrar consuelo
en el ciclismo a los múltiples sinsabores que la vida me reservaba se convirtió
en una constante que alcanzaría dimensiones patológicas en algunos momentos.
Chozas en el Granon, Tour'86 |
El caso es que algo había
empezado a cambiar y no sólo en mi particular ánimo de aficionado. En el de otros muchos
también aunque ninguno, creo, estábamos preparados para el espectacular cambio
en la relación de fuerzas entre Vuelta a España y Tour de Francia que iba a
producirse la temporada siguiente. Y en el vórtice de aquel ciclón se iba a
situar Pedro Delgado, como casi siempre a lo largo de aquella década.