martes, 13 de marzo de 2012

fiebre en la carretera (5)

Es una tarde cualquiera de mayo del 87. Las ventanas del aula que desde hace ocho meses es mi clase de 6º de EGB están abiertas. Por ellas entra esa agradable brisa de los últimos días de la primavera que provoca una grata sensación de frescor y sofoco a la vez. Hace meses que me siento en la última fila, ahora no recuerdo si fue mi voluntad la que me arrastró hasta allí o la desesperación de algún profesor resignado. El caso es que llevo unos días aprovechando esta estratégica ubicación para seguir la Vuelta a España. ¿Cómo? Estamos en 1987, no hay whatsapp, no hay internet, ni siquiera hay móviles, estamos aparentemente aislados del mundo exterior dentro de esas cuatro paredes. Aparentemente. Porque sin embargo la solución no puede ser más rudimentaria al tiempo que eficaz. En casa he encontrado una pequeña radio que he logrado camuflar dentro de mi estuche de tela, aunque para ello haya tenido que sacar de él todo su contenido y guardarlo en la mochila. Así que la radio descansa camuflada dentro de mi estuche sobre mi mesa de clase sin levantar sospechas, esperando el momento en que comience la retransmisión. Entonces lo único que tengo que hacer es encenderla pero tan bajito que para escucharla haya que pegársela a la oreja. Y eso es exactamente lo que hago. Me recuesto sobre la mesa como si estuviera hastiado de la clase, puede que realmente lo esté, y el susurro de la narración de la radio me llega con tal nitidez que tan sólo unos minutos después casi he olvidado que estoy en el colegio y en mi mente apenas hay espacio para otra cosa que no sea imaginar a los Sean Kelly, Lucho Herrera, Perico Delgado o Robert Millar recorriendo esas carreteras que, televisión mediante, cada vez menos pertenecen al territorio de lo ilusorio aunque siendo estrictos tampoco puede afirmarse que sean espacios completamente reales. La imaginación siempre suele jugar en casa a los doce años.

Esta especie de ensoñación pretendida y deliberadamente nostálgica es la primera imagen que se me viene a la cabeza cada vez que, por el motivo que sea, pienso en aquella Vuelta a España del 87. A ese estado de febril adicción por el ciclismo había llegado ya a los doce años.

Sean Kelly, el ídolo de mi amigo
Y eso que hasta entonces mi afición por el ciclismo, que había ido creciendo de forma exponencial, sólo había sido compartida con mis amigos y compañeros de clase cuando de carreras de chapas se trataba. Porque aunque jugábamos juntos en el recreo o después de clase, ellos sin embargo no parecían excesivamente interesados en el desarrollo de la Vuelta (del Tour ni hablamos). Y a pesar de todo encontré, entre todos ellos, uno con el que, aún habiendo tenido siempre una relación tan cordial como pueden ser las relaciones entre niños, nunca le había contado entre mis mejores amigos. A él, aparte de jugar la chapas, si parecía interesarle la Vuelta al menos tanto como a mí. Tenía un chapín con la foto de Sean Kelly, su ídolo y si lo recuerdo es porque entonces me resultó completamente incomprensible que teniendo a los Delgado, Pino, Arroyo, Lejarreta, Gorospe o Cabestany, mi amigo hubiese elegido como corredor favorito a un irlandés que, hasta donde yo sabía, no pasaba de ser un buen sprinter. Y ni siquiera el mejor. Sinceramente, no entendía que podía haber visto en él que permaneciese oculto a los ojos de los demás. Más tarde supe que un día, jugando con otros amigos que no eran del colegio, que no eran yo, repartieron los chapines de unos de esos cartones de adhesivos de los que ya he hablado en otras entradas y a él le tocó Sean Kelly y que, desde entonces, de alguna forma definitivamente absurda y por eso mismo irrenunciable, el futuro de mi amigo como aficionado al ciclismo había quedado sellado para siempre al del corredor del KAS como corredor. Así de frívolo se nos presenta el azar a veces en las decisiones más trascendentales de nuestra vida. Y que nadie lo dude, elegir un ídolo y más si es un deportista, a los doce años, es una de los momentos claves de la infancia de cualquier chaval.

El caso es que mi amigo, que se llamaba Óscar, se convirtió en mi auténtico compinche durante las tres semanas que duró la Vuelta. Pasamos los ratos muertos del recreo, los minutos antes de entrar a clase y el camino de vuelta a casa desgranando todos los pormenores de aquella Vuelta que, para mi perplejidad, parecía destinada inevitablemente a engrosar el palmarés de Sean Kelly, y eso que en realidad sólo logró colocarse de líder en la etapa 18, a cuatro días del final, tras la crono de Valladolid. Y si mi desconcierto aumentaba con el paso de las etapas, la euforia de Óscar crecía de la misma manera en aquellos extraños días de mayo.

La tarde después de aquella crono, en mitad de una clase que no recuerdo, escuché por la radio que Sean Kelly había tenido que abandonar. Como el médico que tiene que comunicar a la familia que ha perdido a un paciente en la mesa de operaciones, cuando a las cinco salimos del colegio empleé todo el tacto y la delicadeza de la que puede disponer un niño de doce años en comunicarle a Óscar la fatal noticia. Su cara de pesadumbre fue tal que intenté posponer lo inevitable arguyendo que quizá yo me había equivocado, que como la radio se escuchaba tan bajito en clase era posible que hubiese entendido mal. 

Pero no era así y aunque yo lo sabía y aunque Óscar lo creyó, o quiso creerlo, que para el caso es lo mismo, lo cierto es que su ídolo había tenido que dejar la Vuelta aquella mañana aquejado de un forúnculo infeccioso dejando en bandeja la victoria final a Lucho Herrera, el Jardinerito, que se convertía así en el primer colombiano que ganaba una de las tres grandes pruebas por etapas. Óscar aprendió aquellos días, de la peor de las maneras posible, cuan amargo llega a ser el sabor de la derrota. Igual que mi hermano lo había aprendido tres años antes, también al final de una Vuelta a España con un desenlace dramático. Yo, por mi parte, que había experimentado como aficionado con la derrota en otros deportes, empezaba a intuir, como si de una forma sólida dentro de la bruma se tratase, lo extremadamente cruel que llegaba a ser el ciclismo. Para corredores y aficionados. Y empezaba a aceptar, sin darme cuenta, lo superlativo que era todo lo que le rodeaba. Lo bueno y lo malo.

Porque para mi aquella fue una Vuelta con sensaciones más agrias que otra cosa. Había vuelto a confiar todas mis ilusiones a una victoria final de Perico Delgado pero su discreto papel, cuarto en la general final y con muy poca presencia real en los “momentos calientes” de la carrera, me habían hecho llegar a plantearme si no estaría ante un nuevo caso de Gorospismo y si aquella Vuelta del 85 no habría sido más que el canto del cisne de un ídolo con pies de barro, el destello fugaz de una estrella incapaz de volver a brillar. Eso era lo que pensaba a mis doce años recién cumplidos, en aquel mes de mayo de 1987,  así de impaciente me mostraba con mi ídolo sólo dos meses antes del Tour que lo cambió todo.