Si la historia de mi relación con el ciclismo fuese una película estaríamos a punto de llegar al primer punto de giro. Tras una presentación espectacular en la primavera de 1983 y un desarrollo coherente durante 1984, llegamos al mes de abril de 1985. Seguía yo por entonces empeñado en que Julián Gorospe tenía una Vuelta Ciclista en las piernas. Mi hermano, por su parte, había sustituido ya a Alberto Fernández entre sus preferencias, no es el duelo un concepto que un niño de siete años se moleste siquiera en manejar. Si hubiese tenido cinco mil pesetas y si hubiesen existido las casas de apuestas por internet creo que el 23 de abril, cuando empezó la Vuelta, mi hermano habría puesto todo su dinero a favor de Peio Ruiz Cabestany.
Aquella Vuelta se desarrolló dentro de mi pequeño universo en dos ámbitos muy distintos que, por otro lado, iba a coexistir juntos durante algunos años más. Una tarde cualquiera de un día cualquiera volviendo del colegio, tal vez una mañana de sábado de esas en las que salía a comprar cromos con mi padre, al igual que había hecho los dos años anteriores, cambié a los futbolistas por ciclistas, cambié aquellos sobres de 25 pesetas que ya nada nuevo ofrecían por cartones donde venían la foto de 9 ciclistas. De regreso a casa con todos los cartones coloqué la pegatina de cada uno de ellos en una chapa y unos minutos después había conseguido mi primer mini-pelotón ciclista con el que disputar mi propia Vuelta Ciclista atravesando una y otra vez la cocina de doble puerta de mi casa con paso por el salón para terminar en mi habitación. Al finalizar la etapa, escribía la clasificación en un papel y les adjudicaba puntos según el orden de llegada. Luego guardaba las chapas hasta la etapa del día siguiente. Los puntos de cada etapa se iban acumulando y así obtenía la clasificación general.
Mientras tanto la Vuelta real iba a vivir algunos de los momentos más recordados de aquella década dorada de la ronda española. Para empezar en la etapa tres, la que acababa Orense, se iba a poner de líder un jovencísimo Miguel Indurain, a quien por entonces aún le llamaban Mikel, así estaban las cosas en la emergente España de las Autonomías de la primera parte de la década. Poco tardó el navarro en aclarar que él era Miguel pero durante un tiempo Mikel Indurain fue el líder más joven de la historia de la Vuelta. Le duró hasta la etapa 6, la que acababa en los Lagos de Covadonga. Pedro Delgado le sucedía como maillot amarillo.
Perico corría desde ese año en el Orbea, junto a Peio Ruiz Cabestany, el favorito de mi hermano. En el transcurso de aquella Vuelta empecé a asumir que probablemente Gorospe no era esa primerísima figura capaz de disputar la general a corredores como Cabestany, Millar o el propio Delgado. Y si el duelo es un concepto poco manejable para un niño, la derrota debe andarle por ahí así que poco a poco fui cambiando mis preferencias y del guipuzcoano pasé a animar al segoviano quien, todo hay que decirlo, ya irradiaba un magnetismo que le volvía una figura extremadamente atractiva, irresistible. Tanto que aunque mi hermano quería que ganase Cabestany, también quería que ganase Delgado. Y sin embargo parecía que Perico tampoco iba a llevarse esa Vuelta.
El 11 de mayo de 1985 la Vuelta iba a explosionar como pocas veces lo hizo y me atrevo a asegurar que como jamás lo ha vuelto a hacer. Las consecuencias de lo que sucedió aquel día trascendieron a la propia competición hasta el punto de instalarse en la memoria colectiva de un país, de una afición que durante años utilizó aquellos acontecimientos como referencia, como icono de una forma de competir. Era la España deportiva de entonces una España más apegada al milagro y la agonía que al triunfo y la gloria de la España del siglo XXI. Y si alguien simbolizó aquella forma de competir mejor que nadie en aquellos años ese fue Pedro Delgado. La agonía como tributo ineludible para la gloria.
La tarde anterior, la del 10 de mayo, se había disputado una contrarreloj en Alcalá de Henares que había dejado la Vuelta prácticamente sentenciada y en cualquier caso reducida a una disputa entre tres corredores: Robert Millar, Peio Ruiz Cabestany y el colombiano "Pacho" Rodríguez. Pedro Delgado había quedado relegado al sexto puesto a cerca de seis minutos del líder, el escocés del Peugeot.
De lo que sucedió en la penúltima etapa puede que no quede nada por decir y en cualquier caso poco puedo aportar yo, que viví aquel día con la pasión pero también la ingenuidad de mis diez años recién cumplidos el día anterior. Pedro Delgado, Perico, se fugó con Pepe Recio y juntos abrieron el hueco suficiente para que el segoviano se convirtiese en el nuevo líder de la Vuelta Ciclista y en su virtual ganador, triunfó que corroboró un día después, cuando la Vuelta concluyó en Salamanca.
En aquella Vuelta sucedieron muchas cosas. Descubrimos a Miguel Induráin, confirmamos a Pedro Delgado como uno de los grandes y nació el mito de la etapa de la "Sierra madrileña". Nunca volvió a suceder algo ni siquiera parecido, de hecho puede que nunca vuelva a suceder, pero aún hoy, más de 25 años después, cuando la Vuelta llega a esa penúltima etapa con la clasificación apretada, el "fantasma del 85" planea sobre todos los protagonistas provocando nudos en el estómago, a unos de angustia, ¿seré el nuevo Robert Millar? a otros de esperanza ¿y si lograse lo mismo que Delgado? y a los aficionados de emoción porque, como nos enseñó Perico una tarde de primavera a mediados de los ochenta, a veces lo imposible se vuelve real.