martes, 9 de agosto de 2011

fiebre en la carretera (3)

Si la historia de mi relación con el ciclismo fuese una película estaríamos a punto de llegar al primer punto de giro. Tras una presentación espectacular en la primavera de 1983 y un desarrollo coherente durante 1984, llegamos al mes de abril de 1985. Seguía yo por entonces empeñado en que Julián Gorospe tenía una Vuelta Ciclista en las piernas. Mi hermano, por su parte, había sustituido ya a Alberto Fernández entre sus preferencias, no es el duelo un concepto que un niño de siete años se moleste siquiera en manejar. Si hubiese tenido cinco mil pesetas y si hubiesen existido las casas de apuestas por internet creo que el 23 de abril, cuando empezó la Vuelta, mi hermano habría puesto todo su dinero a favor de Peio Ruiz Cabestany.

Aquella Vuelta se desarrolló dentro de mi pequeño universo en dos ámbitos muy distintos que, por otro lado, iba a coexistir juntos durante algunos años más. Una tarde cualquiera de un día cualquiera volviendo del colegio, tal vez una mañana de sábado de esas en las que salía a comprar cromos con mi padre, al igual que había hecho los dos años anteriores, cambié a los futbolistas por ciclistas, cambié aquellos sobres de 25 pesetas que ya nada nuevo ofrecían por cartones donde venían la foto de 9 ciclistas. De regreso a casa con todos los cartones coloqué la pegatina de cada uno de ellos en una chapa y unos minutos después había conseguido mi primer mini-pelotón ciclista con el que disputar mi propia Vuelta Ciclista atravesando una y otra vez la cocina de doble puerta de mi casa con paso por el salón para terminar en mi habitación. Al finalizar la etapa, escribía la clasificación en un papel y les adjudicaba puntos según el orden de llegada. Luego guardaba las chapas hasta la etapa del día siguiente. Los puntos de cada etapa se iban acumulando y así obtenía la clasificación general.

Mientras tanto la Vuelta real iba a vivir algunos de los momentos más recordados de aquella década dorada de la ronda española. Para empezar en la etapa tres, la que acababa Orense, se iba a poner de líder un jovencísimo Miguel Indurain, a quien por entonces aún le llamaban Mikel, así estaban las cosas en la emergente España de las Autonomías de la primera parte de la década. Poco tardó el navarro en aclarar que él era Miguel pero durante un tiempo Mikel Indurain fue el líder más joven de la historia de la Vuelta. Le duró hasta la etapa 6, la que acababa en los Lagos de Covadonga. Pedro Delgado le sucedía como maillot amarillo.

Perico corría desde ese año en el Orbea, junto a Peio Ruiz Cabestany, el favorito de mi hermano. En el transcurso de aquella Vuelta empecé a asumir que probablemente Gorospe no era esa primerísima figura capaz de disputar la general a corredores como Cabestany, Millar o el propio Delgado. Y si el duelo es un concepto poco manejable para un niño, la derrota debe andarle por ahí así que poco a poco fui cambiando mis preferencias y del guipuzcoano pasé a animar al segoviano quien, todo hay que decirlo, ya irradiaba un magnetismo que le volvía una figura extremadamente atractiva, irresistible. Tanto que aunque mi hermano quería que ganase Cabestany, también quería que ganase Delgado. Y sin embargo parecía que Perico tampoco iba a llevarse esa Vuelta.

El 11 de mayo de 1985 la Vuelta iba a explosionar como pocas veces lo hizo y me atrevo a asegurar que como jamás lo ha vuelto a hacer. Las consecuencias de lo que sucedió aquel día trascendieron a la propia competición hasta el punto de instalarse en la memoria colectiva de un país, de una afición que durante años utilizó aquellos acontecimientos como referencia, como icono de una forma de competir. Era la España deportiva de entonces una España más apegada al milagro y la agonía que al triunfo y la gloria de la España del siglo XXI. Y si alguien simbolizó aquella forma de competir mejor que nadie en aquellos años ese fue Pedro Delgado. La agonía como tributo ineludible para la gloria.

La tarde anterior, la del 10 de mayo, se había disputado una contrarreloj en Alcalá de Henares que había dejado la Vuelta prácticamente sentenciada y en cualquier caso reducida a una disputa entre tres corredores: Robert Millar, Peio Ruiz Cabestany y el colombiano "Pacho" Rodríguez. Pedro Delgado había quedado relegado al sexto puesto a cerca de seis minutos del líder, el escocés del Peugeot. 

De lo que sucedió en la penúltima etapa puede que no quede nada por decir y en cualquier caso poco puedo aportar yo, que viví aquel día con la pasión pero también la ingenuidad de mis diez años recién cumplidos el día anterior. Pedro Delgado, Perico, se fugó con Pepe Recio y juntos abrieron el hueco suficiente para que el segoviano se convirtiese en el nuevo líder de la Vuelta Ciclista y en su virtual ganador, triunfó que corroboró un día después, cuando la Vuelta concluyó en Salamanca. 

En aquella Vuelta sucedieron muchas cosas. Descubrimos a Miguel Induráin, confirmamos a Pedro Delgado como uno de los grandes y nació el mito de la etapa de la "Sierra madrileña". Nunca volvió a suceder algo ni siquiera parecido, de hecho puede que nunca vuelva a suceder, pero aún hoy, más de 25 años después, cuando la Vuelta llega a esa penúltima etapa con la clasificación apretada, el "fantasma del 85" planea sobre todos los protagonistas provocando nudos en el estómago, a unos de angustia, ¿seré el nuevo Robert Millar? a otros de esperanza ¿y si lograse lo mismo que Delgado? y a los aficionados de emoción porque, como nos enseñó Perico una tarde de primavera a mediados de los ochenta, a veces lo imposible se vuelve real.

martes, 2 de agosto de 2011

Plan Lachat hall of fame (2): Henri Desgrange, Padre del Tour

Retomo hoy una de las series de post que me propuse desarrollar en los albores de este blog, el Salón de la Fama de Plan Lachat, espacio donde ir recuperando la figura de aquellos que forjaron ese híbrido entre Historia y Leyenda en que ha transmutado el pasado de este deporte, una criatura de límites difusos pero de enorme trascendencia para los aficionados.

El primer miembro de este insigne club fue Alfredo Binda, el primer “campionissimo. Hoy es a Henri Desgrange a quien honramos convirtiéndolo en el segundo componente de este selecto grupo.

Tiene la biografía de Desgrange algo de novelesco, de hecho en torno a él, a su figura surgen numerosas leyendas confusas que esconden un número similar de incógnitas. Por ejemplo, se le atribuye la creación de la carrera más grande de la historia, el Tour de Francia. Que él fuese el impulsor definitivo parece un hecho contrastado sin embargo ¿hasta qué punto la idea de un Tour de Francia es atribuible al parisino? Parece ser que la idea original surgió en una reunión a la que asistían el propio Desgrange, un joven periodista de quien se dice que surgió realmente la idea y cuyo nombre era Géo Lefèvre y George Prade. Eran los tres personal a sueldo de Victor Goddet, algo así como el magnate dueño de Le Vèlo, un diario deportivo que había comenzado su andadura en 1892 y que por entonces, en el génesis de esta historia andaba con problemas de ventas. Con el fin de incrementarlas se ideó una carrera ciclista que recorriera Francia. Parece ser que el propio Desgrange se mostró dubitativo y no fue hasta que un entusiasmado Goddet dio luz verde a la desmesurada operación de marketing que sus empleados le proponían que Henri Desgrange, inflado de confianza, comenzó a considerarse a si mismo el Padre del Tour. Al menos así ha quedado reflejado en algunas versiones de la historia.
 
Otra leyenda atribuible a Desgrange es la de El superviviente. Dicen que su sueño fue elaborar un recorrido tan exigente que a París llegase un único corredor, una especie de superhombre capaz de vencer todos los obstáculos que habían resultado insalvables para los demás. De esto, como de otras cosas, uno no sabe cuanto pertenece a la historiografía de la Grand Boucle y cuanto a su mito fundacional.

Pero la figura de Desgrange no es el resumen de un compendio de historietas de dudosa fiabilidad. Existen hechos contrastados que por si mismos justificarían la entrada del Gran Henri en nuestro altar mayor. Para empezar estamos hablando del primer recordman de la hora. Puede que sus méritos como impulsor del Tour hayan oscurecido su figura deportiva hasta el punto de resultar desconocida para gran parte del aficionado pero lo cierto es que años antes de convertirse en periodista deportivo fue un notable ciclista, especializado sobre todo en la pista. El once de mayo de 1893, en el Velódromo de París, detuvo el cuentakilómetros en 35,325km después de haber rodado durante una hora. Aquella marca se convirtió en récord sobre todo porque era la primera vez que se acometía dicha disciplina y fue referencia durante casi un año y medio, hasta que Jean Dubois la situó en 38,220km.

Si haber impulsado, padre o no es otra cuestión, la que iba a convertirse en la carrera más importante de la historia del ciclismo y uno de los cinco acontecimientos deportivos más grandes de todos los tiempos, si haber impulsado esto, decía, fuera un argumento de relativo valor, en 1910 Henri Desgrange apuntaló su particular lugar en el Olimpo ciclista con la inclusión por vez primera en la carrera de la ascensión a algunos de los más duros puertos de montaña de los Pirineos. De cómo llegaron a convertirse el Aspin, el Peyresourde, el Aubisque o el Tourmalet en teatro de dramas y gestas en el Tour de Francia ya daremos cuenta otro día porque esa es una historia que merecería casi un blog por si misma. Un año más tarde, en 1911, Desgrange cambió Pirineos por Alpes y fue el Galibier, entre otros, quien recibió su primera visita. La montaña, la gran montaña del Tour de Francia había aparecido en escena y con ella se había abierto la puerta a la épica que iba a definir, a vertebrar desde ese momento el ciclismo.

Desgrange murió el 16 de agosto de 1940, en plena Guerra Mundial, a los setenta y cinco años. Si consideramos el Tour de Francia como Su Obra entonces debemos medir la importancia del acontecimiento para calibrar la magnitud del personaje. Siendo así sólo nos cabe afirmar que estamos ante una figura inmortal cuyo trascendencia en la historia del Deporte no hace sino crecer en relación a la de su vástago.