lunes, 25 de julio de 2011

el mismo vacío de todos los veranos

Hoy me voy a permitir una pequeña licencia: voy a publicar un post que escribí un día como hoy hace cuatro años para otro blog. Como el post y el blog eran míos estoy a salvo de cualquier acusación de plagio. De lo único que se me podrá acusar es de perezoso.

Son los últimos días de julio y de repente la vida parece haber quedado suspendida. Los círculos de amigos y conocidos se dispersan huyendo hacia el lugar de vacaciones como el que viaja en pos de la tierra prometida. Aquellos que buscan casa o trabajo posponen esa búsqueda para los primeros días de septiembre. Las tiendas donde compramos habitualmente han cerrado y las calles de las grandes ciudades se han quedado semidesiertas. durante al menos quince días el calor, que no cede a la noche, apenas nos deja conciliar el sueño. La vida en general, parece ralentizarse hasta casi detenerse.

Y en medio de este sopor, un lunes nos despertamos y desayunamos con el periódico del día y en la portada, siempre en la portada, alguien sonríe, vestido de amarillo y al fondo intuimos, difuminada, la silueta del Arco del Triunfo de París. El chico-hombre de la portada es el ganador del Tour de este año, a veces novedoso, a veces repetido, tres, cinco... siete veces. pero en realidad nos da un poco igual quién sea porque lo verdaderamente importante es qué es. Y es el Tour de Francia. El Tour que se ha terminado. Atrás, muy atrás, queda ya el rumor lejano que producía a primeros de junio, cuando empezaba a vislumbrarse su comienzo, cuando salían las listas definitivas de los equipos que iban a participar y las consultábamos ansiosos, reelaborándolas a partir de nuestras irrefutables opiniones construidas a lo largo de cuatro larguísimos meses de competiciones y carreras.

Poco a poco el rumor se iba transformando en estruendo, como el que producen cualquier cuerpo con una masa descomunal, desplazándose. Un mes, quince días, una semana... un extra recoge un análisis detallado hasta el absurdo del perfil de las etapas. Nuevas ansias, éstas intentando localizar los puntos clave de la carrera de este año. Esa contrarreloj antes de la montaña, las llegadas en alto, ¿más duros Alpes o Pirineos? Las etapas de media montaña tan propicias para emboscadas. El recuerdo de otros Tour que fueron y nos dejaron un poso de sabiduría que ha ido forjando nuestro conocimiento. Con suerte, hasta podemos buscar un punto preciso, tal vez dos, desde donde seguir la carrera en directo. Una idea fugaz pero arrebatadora de estar en París el último día.

Y un sábado, después de comer, en un mes en el que nunca pasa nada, pasa el Tour y entonces la vida se estructura alrededor de esas dos horas y media de televisión. Por la mañana volamos de una tarea a otra, tal vez pidamos salir antes del trabajo un par de días, alguno incluso ha cogido las vacaciones en esa semana que el Tour pasa por los Alpes. Comemos y el café (con hielo) se nos acaba mientras la etapa del día se consume. Termina y hacemos balance, con la etapa del día siguiente, eso si, muy presente. Es la primera semana y vale con no caerse, con no quedarse cortado. Llega la contrarreloj. Luego la montaña. Alguien queda en evidencia mientras uno de los fugados de la primera semana aguanta más de lo previsto. ¿Será el Walkowiak de este año? ¿El Chiappucci de 1990?

Y sin darnos cuenta nos encontramos en pleno nudo gordiano de la carrera y apenas quedan corredores con posibilidades reales de ganarla. El Tour se nos está escapando, aunque aún no somos conscientes porque estamos inmersos por completo en él, entre momentos de máxima euforia, de absurda tensión, de profunda decepción. El Tour se nos está escapando, como todos los años y otro sábado, sólo han pasado tres desde el primero pero parece que fue hace seis meses, nos sentamos como todos los días ante el televisor y paladeamos el sabor agridulce que tiene la que sabemos a ciencia cierta que será la última batalla, la contrarreloj del penúltimo día. Del Tour ya sólo queda un hilo. Un hilo que es una carretera por la que el domingo por la mañana, hasta la hora de comer, transita un pelotón exhausto y feliz, todos los líderes de las distintas clasificaciones, en cabeza. La foto. Y justo a la hora de la sobremesa les vemos acercarse a París. El equipo del líder en cabeza. Es la tradición. primero es el Sena, luego la Torre Eiffel al fondo, ligeramente escorada a la derecha. Más tarde la Plaza de la Concordia y los Campos Elíseos, son muchos Tours. Están en París. Ahora sí. Estamos en París, que nosotros, desde el sofá de casa, también hemos hecho el viaje de veintiún días con ellos. Unas cuantas vueltas, por favor, que nos resistimos a que esto se termine así. Un intento de fuga, una leve inquietud por si algo que nunca ha cambiado cambiará ese día ¿atacará el segundo? Un sprint, varias celebraciones, un podio, al fondo el Arco del Triunfo.

Es el Tour, que se ha terminado y nos ha dejado un vacío absurdo que sólo podremos llenar del todo once meses después.

Pero eso lo sabremos el lunes, desayunando, porque esta tarde aún nos queda París y un montón de imágenes que mañana ya serán recuerdos.

sábado, 23 de julio de 2011

la derrota más bella

Voy a escribirlo ahora, en caliente, apenas unas horas después de que haya terminado la etapa. Ahora que las imágenes aún son sensaciones y no simples recuerdos.

Nunca lo podremos olvidar. Hay tantas y tantas cosas que comentar, tantas imágenes que retener para siempre que se hace difícil elegir un punto desde el que partir, un camino que seguir. Así que puestos a elegir, elijo Héroes.

Andy Schleck. Pertenezco al grupo de aficionados, periodistas, incluso ciclistas (Basso, Roche…) que vienen criticando con dureza desde hace tiempo la actitud del luxemburgués, sobre todo en este Tour. En Pirineos corrió demasiado obsesionado con marcar a Contador y en las etapas de transición mostró carencias, en el descenso camino de Gap, y nervios, sus quejas por el trazado resultaron ridículas y sonaron a pataleta de niño consentido que se ha quedado sin su juguete. Pero entonces llegó el Izoard, un puerto donde uno puede asomarse al abismo de la Historia de este deporte, donde las rocas, peladas y lunares, exudan la épica de un tiempo en que se forjó la leyenda que vertebra el ciclismo. En el Izoard, donde uno siente que puede pedalear tras la estela fantasmal y eterna de Coppi, Bartali, Bobet y tantos otros Dioses de este deporte mientras cruza su Casse Déserte en solitario, como un día enunció Bobet que debía hacer todo gran campeón al menos una vez en su vida. Desde entonces la sentencia es Ley. En ese puerto fue donde Andy lanzó no sólo su órdago más atrevido a la carrera que pretendía ganar, si no donde proclamó a los cuatro vientos que tipo de ciclista quiere ser, de qué manera quiere ganar este Tour y lo más importante, de qué manera estaba dispuesto a perderlo. Dijo Cancellara, su compañero, el año pasado, al completar su memorable doblete Flandes-Roubaix, que él corre para la leyenda. En el Izoard Andy Schleck corrió en pos de esa leyenda, porque no sólo trató de ganar el Tour, intentó hacerlo buscándose un hueco en un altar mucho más selecto y meritorio que el de los vencedores: el de los mitos que trascienden su propio palmarés. Se podrá cuestionar la actitud de sus rivales, innoble manera de denigrar algo tan grandioso me parece a mí, pero eso no cambia una coma de la historia que intentó escribir Andy. Su aventura era un viaje sin retorno hacia la inmortalidad y en este ciclismo de pinganillo y miedos, ese es un mérito de un valor incalculable. ¿Perderá el Tour en la crono contra Evans? Probablemente. ¿Pero acaso eso tiene ya algún valor?

Cadel Evans. De la misma manera que he criticado a Schleck ciertas actitudes, del australiano también ha habido siempre algunos aspectos que me han parecido más que cuestionables. Cierto que es guerrillero cuando el terreno le favorece, en puertos de media montaña, en clásicas, en vueltas pequeñas y que si está, se le ve. Pero siempre ha corrido a la contra en las grandes vueltas, siempre buscando alguien en quien apoyarse, un báculo que sustente sus carencias. Ayer, cuando el Lautaret mutaba en Galibier, Evans comprendió sin embargo que, al igual que Andy Schleck, había llegado el momento de decidir como quería ganar este Tour y, como el luxemburgués, de qué manera estaba dispuesto a perderlo. Fue entonces cuando clavó su cuadrado mentón en la potencia de su manillar al que se asió por las manetas del freno como un náufrago se agarra a una tabla, con esa misma firme desesperación y sin volver la vista atrás se lanzó Galibier arriba tras la estela de Andy al que le fue recortando la ventaja poco a poco en una persecución que tuvo mucho de cacería, como si la victoria fuese un premio insuficiente y al final todo se tratase de una huida hacia delante persiguiendo cada uno de ellos su propio orgullo herido de campeones. Y todo eso sucedía en un escenario tan desmesurado como es cualquiera de las dos laderas de nuestra Montaña Perfecta, donde uno sólo puede intentar no resultar insignificante batiéndose como un Dios. Evans salvó la carrera y se salvó él y ya nunca más le llamaremos chuparruedas porque si, como parece, acaba ganando este Tour, lo habrá hecho siguiendo la única rueda que le podía llevar hasta lo más alto, la de si mismo, la del Evans que no pacta rendiciones.

Alberto Contador. Hasta este Tour y salvo contadas excepciones, hemos conocido a Alberto en la victoria. Alberto con el viento a favor. Ayer el corazón se nos encogió un poco viéndole claudicar a dos kilómetros de la cima como hace quince años se nos encogió una tarde de julio tan parecida a esta cuando Miguel Induráin nos mostró, tras cinco años de excelencia, su lado más humano camino de Les Arcs. Todos tuvimos entonces la sensación de que queríamos un poco más al navarro, sólo un héroe caído conmueve más que un héroe infalible. Ayer todos tuvimos la sensación de que Alberto era un poco más nuestro aún y le hubiéramos dado una palmada de colegas en la espalda y le habríamos dicho al oído unas palabras de ánimo. Le habríamos dicho que, sin que se le suba a la cabeza, le queríamos un poco más. Pero en las contadas ocasiones en las que hemos visto a Contador enfrentarse a la derrota, lo ha hecho, como decía Rudyard Kipling, tratando a estos dos impostores, el triunfo y el fracaso, de la misma manera, esto es, con la dignidad intacta. Dijo Contador en la cima del Alpe d’Huez que ayer, tras terminar la etapa de Serre Chevalier, sólo pensaba en que hoy tenía que salir a darlo todo desde el principio, que le daba igual ser quinto que vigésimo cuarto en la general porque todo lo que no sea ser primero, no le vale. Su ataque nada más empezar el Télégraphe, a noventa kilómetros de la meta, con la ascensión más devastadora del mundo del ciclismo por delante, sin mirar nunca hacia atrás, sin perder de vista el horizonte, probablemente corriendo sólo tras su propia estela, la de lo que pudo haber sido sin el tormentoso año que ha vivido, suponía un acto de rebeldía ante su propio destino y casi un acto de desacato a la propia naturaleza, a la suya y a la del territorio que transitaba. Si Andy Schleck buscó entrar en la leyenda con su ataque en el Izoard, a sesenta kilómetros de meta, lo que Alberto buscaba era directamente El Absoluto porque si la aventura le hubiera salido como él proponía, Alberto no habría entrado en la leyenda, Alberto hubiese sido La Leyenda y hay aquí un matiz que es más que lingüístico o semántico. Entre otras cosas porque lo ha hecho en un escenario que sobrepasa cualquier consideración, en el Galibier, donde nunca pasa nada insignificante, donde Pantani, por poner un ejemplo, sacó el ciclismo de las cloacas y lo subió al cielo una tormentosa tarde de julio de 1998, por no remitirnos a gestas más antiguas. 

Limitado por la fatiga y el desgaste de una erosiva temporada, y no sólo en lo deportivo, Contador cedió a su intento de conseguir la victoria más memorable de su vida y buscó entrar, al menos, en el ilustre y selecto club de los ganadores en Alpe d’Huez, la cima-meta-icono del Tour de Francia. Atacó a diez kilómetros de la cumbre, soltó a Andy y Evans que no pudieron seguirle de cerca y decidieron marcarle de lejos. Cogió y soltó a Hesjedal y Rolland y voló, al menos durante unos kilómetros, convenciéndonos de que su carácter indomable tendría premio. No fue así y el francés se rehízo tras la estela de Samuel Sánchez para acabar rematándolos a los dos. Poco importó ya que en meta las fuerzas no le dieran más que para ser tercero. Poco importó que no ganase la etapa y poco importa que no vaya a ganar el Tour. Cuando la derrota es tan bella, la victoria es insignificante.

lunes, 18 de julio de 2011

Galibier, la montaña perfecta

Dicen los himalayistas del K2 que es la Montaña Perfecta, en parte por su forma, una pirámide casi perfecta, y en parte porque precisamente su particular orografía inusualmente simétrica junto a su localización, en el valle del Karakórum, rodeado de montañas mucho más bajas, la convierten en la más inaccesible del planeta. Prueba de ello es que ostenta el siniestro honor de ser el ochomil con el ratio más alto de muertes por asaltos a la cumbre. Casi uno de cada cuatro alpinistas que han intentado hollarla, han muerto en el intento.

Viene todo esto a cuento de que hoy pensaba hablar del Galibier, la montaña perfecta del ciclismo. Es cierto que existen puertos con mayor longitud, con un desnivel más abrupto, con mayor pendiente media, con mayor altitud… pero ninguno reúne todas esas características en las proporciones que lo hace en el Galibier en su vertiente norte, esto es, desde Saint-Michel-de-Maurienne. Además, existen ciertas peculiaridades ocultas a simple vista que le convierten en una montaña única.

Para empezar es un puerto tramposo. Y me explico. En un primer vistazo a los datos más generales relativos a la ascensión, uno llega a una conclusión aparentemente clara: es largo pero asequible, sólo hay que tener paciencia. Al fin y al cabo son 35km al 5.5%, una pendiente media perfectamente asumible, incluso algo baja comparada con los puertos que hay cerca.

Primera trampa: desde que se corona el Télégraphe, en el kilómetro 12 de la ascensión, hasta Valloire, hay cinco kilómetros de ligero descenso que, lógicamente lastran la pendiente media total. Sin ese tramo, sería del 6.9%, casi un 7%.

Segunda trampa: los tres primeros kilómetros del descenso hasta Valloire no llegan al 3%, es decir, hay que seguir pedaleando, cuesta abajo pero pedaleando. No es el típico descenso en el que uno puede relajarse, soltar las piernas y recuperar.

Tercera trampa: entre los kilómetros 19 y 21 la pendiente no supera el 4%. Sin ellos la pendiente media del puerto asciende a 7.3% en 27 kilómetros de ascensión.

Y cuarta trampa, probablemente la definitiva, la que marca la absoluta singularidad de esta ascensión: la distribución del desnivel. Hasta Plan Lachat, es decir, hasta el kilómetro 27 de la ascensión nos hemos enfrentado a un puerto duro, muy duro… pero como decía antes, abarcable. Es a partir de este punto donde la montaña se vuelve más hostil, más inaccesible. La pendiente media de los últimos ocho kilómetros supera el 8.1% de desnivel (incluso si uno decide atacarlo hasta la cumbre real y no pasar por el túnel, los últimos 250 metros son al 8.8%). Ocho kilómetros a más del 8%... después de haber subido 27 kilómetros en torno al 6-7%. Ocho kilómetros a más del 8%... a dos mil metros de altitud. Si la subida a Navacerrada, por su lado de Madrid, estuviese en esos ocho kilómetros finales, no serían tan duros (son 8.7 kilómetros al 7.4&). Para cualquiera que haya subido Navacerrada este dato dará idea de lo que supone afrontar ese desnivel en ese momento de la ascensión

Pero es que esto no es todo. Porque además hay otros aspectos intangibles, imposibles de cuantificar, que juegan su papel decisivo en esta ascensión. Por ejemplo, a partir de Valloire la vegetación va desapareciendo progresivamente hasta quedar reducida a un fino tapiz de algo a medio camino entre el musgo y la hierba. El resto son rocas y tierra. Viento y sol. Son dieciocho kilómetros expuesto a los caprichos del clima. Si hace viento no se puede contar con árboles que mitiguen su efecto. Si brilla el sol no hay una sola sombra donde refugiarse. Ascender el Galibier es, en cierto modo, como caminar por el desierto.

Y finalmente está el tema de la altitud. Es sabido que a partir de los 2000 metros de altitud es cuando el nivel de concentración de oxígeno en el aire disminuye y por lo tanto se pueden presentar los primeros síntomas de hipoxia que, en la montaña, se conoce como “mal de altura”. Cualquier ejercicio aeróbico que se realice por encima de esta altitud multiplica sus efectos negativos sobre el cuerpo precisamente por esa ausencia de oxígeno. Es justo a partir de los 2000 metros cuando el Galibier te va a pedir todo lo que te quede y no te haya quitado ya porque es a partir de ese punto, justo en ese momento, cuando empieza lo más duro de la subida.

Al salir de Valloire hay una larga recta, eterna, a más del 10%. Hace tres años afronté, junto a mi hermano, la subida del Galibier desde Saint-Michel-de-Maurienne y, pese a haber llegado sorprendentemente frescos hasta allí, en aquella recta infinita sepultamos cualquier posibilidad de llegar a la cima. Fue la trampa definitiva que nos tendió el Galibier. Logramos llegar a Plan Lachat, incluso hicimos 3 kilómetros más, hasta el 30, superando agónicamente rampas del 12%. Entonces, justo en la zona donde el Galibier nos devolvió nuestra arrogancia convertida en insignificancia, en un tramo de algo más de un kilómetro (parte del 29 y casi todo el 30) que tiene un 10% comprendimos que no íbamos a poder llegar mucho más allá. Una mezcla de falta de fondo físico (al fin y al cabo se trata de una ascensión que, para un globero como nosotros, significa algo más de 3 horas) y de falta de previsión respecto a la comida y sobre todo la bebida que íbamos a necesitar nos impidió conseguir nuestro objetivo. Esta semana, sin el accidente al que ya hice referencia en el post “el insignificante triunfo de los mediocres” y sin la influencia de aspectos económicos habríamos vuelto a intentar el ascenso al Galibier en la semana en que se conmemora el centenario de su primera ascensión en el Tour de Francia. Es el tercer año en que los imprevisibles avatares de la vida nos impiden llevar a cabo nuestro anhelo.

Y sin embargo tampoco eso es relevante. Una de las cosas que he aprendido en estos años montando en bici es a tener paciencia y que todo siempre se puede volver a intentar, que siempre se puede volver. Las montañas, el Galibier, seguirá ahí el año que viene. Y seguirá ahí después, mucho después, cuando nuestra existencia ya sólo sea el eco sordo de un grito ahogado en la noche de los tiempos que el viento agite a 2645 metros de altitud, en el mismo lugar donde hoy nos trae el rumor de aquellos que hace cien años, cuando ninguno de nosotros existíamos, lo transitaron por vez primera enseñándonos no sólo el camino, también y lo que es más importante: que era posible.

domingo, 17 de julio de 2011

fiebre en la carretera (2)

Aunque la irrupción en mi vida del ciclismo como deporte profesional había sido deslumbrante, avasalladora, lo cierto es que durante algunos años su presencia dentro de mis preferencias se iba a limitar, básicamente, a las tres semanas que duraba la Vuelta Ciclista y, en menor medida, a las otras tres que duraba el Tour de Francia. Como el comienzo de la Vuelta solía ir acompañado además de la llegada del buen tiempo, aprovechaba también para jugar con mis amigos a las carreras de chapines en la arena y para bajar a montar en bici con mi hermano. Veíamos en la televisión la Vuelta Ciclista y después de ocho meses de fútbol, cuando bajábamos a la calle ya no queríamos ser Santillana, Quini o Arkonada. Ahora queríamos ser Álvaro Pino, Ángel Arroyo o Marino Lejarreta. Y yo quería ser Julián Gorospe. Daba igual que fuese para dar vueltas en bici a la manzana donde vivíamos o para disputar ferozmente la siguiente carrera de chapines sobre el recorrido que habíamos trazado en la arena. Una vez al año, durante un mes al menos, el ciclismo era el centro de nuestra vida. Y poco importaba que después su presencia se volviese más residual y que nuestra atención se desviase hacia otros eventos. Mayo era ciclismo y bicis y chapines. Y eso nada lo iba a cambiar.

Así las cosas, la Vuelta Ciclista de 1984 la recuerdo como la primera cuyo comienzo ya había aguardado expectante desde semanas antes. Eliminado ya el factor sorpresa del año anterior ahora vivía en un estado cercano a la ansiedad anhelando el comienzo de la carrera desde que, semanas antes, en diarios y televisiones (televisión sería más exacto decir pues por aquel entonces TVE aún era la mejor televisión de este país) se empezaba a comentar los primeros datos de la carrera que se aproximaba. Recorrido. Equipos definitivos. Ausencias notables. Favoritos. Estaba realmente convencido de que el mío, Julián Gorospe, iba a ser el vencedor de aquella edición. No podía ser de otra forma. 

Durante tres semanas volví a vivir pendiente de los resúmenes nocturnos de los que no perdía detalle. Los fines de semana me sentaba frente a la televisión después de comer dispuesto a paladear ese novedoso placer que durante la semana me había sido negado por el inadmisible motivo de que coincidía con el absurdo horario del colegio. La Vuelta Ciclista ya era un acontecimiento de primer orden dentro de mi vida y durante el tiempo que duraba apenas era capaz de prestar atención a cualquier otro suceso.

Estaba a punto de cumplir nueve años y entre la edición del año anterior y aquella de 1984 no creo que hubiese llegado a ver la retransmisión de más de ocho o diez etapas y un buen puñado de resúmenes en mi corta vida de aficionado al ciclismo. Por eso mi conocimiento sobre su naturaleza, sobre su idiosincrasia era menos que superficial, era casi inapreciable. Mi atracción por el ciclismo era por entonces, supongo, meramente estética. Me fascinaba la puesta en escena del deporte en sí mismo. Las bicis, tan distintas de las bicis que veía por la calle, el contexto donde se desarrollaba la competición, alejado de pabellones y estadios, por pueblos y montañas remotas… quién sabe lo que pasa por la cabeza de un niño de ocho años para sentirse atraído de esa manera tan irracional y a la vez inevitable por algo. El caso es que durante aquella Vuelta Ciclista tuve oportunidad de empezar a comprender, a desentrañar ese misterio oculto tras aquel deporte cuyo magnetismo ya me resultaba, de por si, irresistible.

Y es que en algunos aspectos aquella edición de la Vuelta fue histórica aunque, obviamente, eso no lo supe en el momento y no fue hasta años después cuando comprendí la trascendencia que el particular desarrollo de la Vuelta de 1984 había tenido en la manera en que el ciclismo, como competición, se había construido en mi cabeza. 

Cuando terminó la contrarreloj del penúltimo día, que por cierto ganó Julián Gorospe, no era capaz de entender, de hecho me negaba a aceptar lo que los locutores y comentaristas ya daban por supuesto: Alberto Fernández había perdido la Vuelta Ciclista por tan sólo 6 segundos. ¿Cómo podían afirmarlo tan tajantemente? Aún quedaba una etapa más y 6 segundos era un lapso de tiempo tan breve que lo difícil parecía no remontarlo. Estaba tan seguro de que lo conseguiría en la última etapa que al día siguiente me senté frente a la televisión, junto a mi hermano, quien ya tenía por aquel entonces al cántabro como su corredor favorito, convencidos de que íbamos a presenciar un milagro de última hora.

Pero no hubo tal milagro y el francés Eric Caritoux acabó haciéndose con la victoria. Jamás volvió a estar siquiera cerca de subir al podio de ninguna Gran Vuelta pero aquel mes de mayo vivió su particular Canto del Cisne. Yo, por mi parte, durante aquellas tres semanas, sobre todo en los últimos dos días, aprendí algunas reglas que hoy se me antojan como leyes fundacionales del ciclismo y que si intento remontarme al momento en que tomé conciencia de su existencia, vuelvo siempre a aquellos días de mayo de 1984. Hablo de aspectos como que en una llegada al sprint a todos los corredores se les dé el mismo tiempo. Que no es nada fácil, que de hecho es casi imposible, sacar de rueda al pelotón aunque sea para conseguir una escueta ventaja de 7 segundos. Que la última etapa de una Gran Vuelta se resuelve al sprint y los favoritos no se atacan entre sí obedeciendo a un inusual pacto entre caballeros. También comencé a apreciar los distintos matices que convierten a un rodador, un escalador o un sprinter en corredores completamente distintos, casi en deportistas distintos.

Y hubo una lección más que me dejó aquella Vuelta Ciclista, aunque tardó siete meses en llegar. Un día de principios de diciembre supimos que Alberto Fernández había muerto en un accidente de tráfico. Con Alberto Fernández había empezado a profundizar en mi conocimiento sobre ese nuevo deporte que me había fascinado un año antes, incluidos algunos de sus aspectos más amargos. Pero también aprendí una lección de las más tristes relativas a la vida más allá del deporte: los famosos también se mueren. Más tarde vendrían Fernando Martín, Juanito, Kurt Cobain, Drazen Petrovic, Antonio Martín Velasco, Ayrton Senna, Fabio Casartelli, Pantani, el Chava… Weylandt, Tondo. Muertes todas ellas que por un motivo u otro me impactaron en mayor o menor grado. Pero si pienso en quien fue el primero, en el momento en que supe que uno de aquellos personajes a los que contemplaba a través de mi pequeña televisión en blanco y negro eran además personas reales con una existencia propia y que en ella eran tan vulnerables, que estaban tan expuestos como cualquiera de nosotros al infortunio, entonces Alberto Fernández es el primer nombre que se me viene a la cabeza.

Tan cierto como que sin Pedro Delgado todo hubiese sido distinto en mi relación con el ciclismo es que Alberto Fernández es un personaje fundamental en la génesis de esta historia y aunque estos post de "fiebre en la carretera" vayan a continuar, éste al menos está dedicado a su memoria.

lunes, 11 de julio de 2011

fiebre en la carretera (1)

Le tomo prestado el título a Nick Hornby de su memorable novela “Fiebre en las gradas” para iniciar una serie de post, cuantos serán, que contaré en ellos aún no soy capaz de precisarlo, en los que pretendo ir desgranando mi pasión por la bici, en los que pretendo explicar, quizás a mi mismo en primer lugar, porque, parafraseando al propio Nick Hornby, un día me enamoré del ciclismo como más tarde me enamoraría de las mujeres: de repente, sin explicación, sin hacer ejercicio de mis facultades críticas. Y en mi caso, sin ser consciente de la trascendencia que ese amor tendría en mi futuro, de que manera la bici y el ciclismo iban a determinar mi existencia a partir de entonces.

Me hice ciclista mucho antes de saber siquiera que era el ciclismo. Sin haber cumplido los cuatro años ya había conseguido ganar una carrera en las fiestas de mi barrio. Aquella precoz victoria supone, sin embargo, todo mi palmarés y nunca volví a estar siquiera cerca de la gloria del triunfo. Por si fuera poco, ni siquiera soy capaz de recordar nada de esto y si conozco esta historia es sólo porque el acontecimiento transmutó en leyenda familiar y fue contado tantas veces, escuchado de tantas bocas que resulta complicado establecer el difuso límite que separa la literalidad de la literatura. Además de para tener una victoria más en mi palmarés que mi hermano, este hecho me sirve al menos para ahora poner un punto de partida a esta historia infinita de amor por la bici.

Era el final de la década de los 70 y el principio de los 80 y ni siquiera había oído hablar de Hinault, Zotemelk, De Vlaeminck o Saronni. En la España del 23-F y el Mundial de Naranjito mis ídolos eran Arkonada y Santillana y yo tan sólo era un crío más que disfrutaba pateando un balón con sus amigos y sobre todo montando en su bici BH azul a la que mi padre, ante mi insistencia, había decidido quitarle los ruedines poco después de cumplir yo los cuatro años. Ya era demasiado mayor para ellos.

Una de las actividades favoritas de cualquier niño de aquella época era coleccionar cromos de fútbol y cambiarlos con sus compañeros de clase. En primavera, sin embargo, la liga estaba a punto de terminar y los cromos eran sustituidos por las canicas, las peonzas y las carreras de chapines en la arena. El buen tiempo sacaba a los niños de casa y llenaba los parques. Y en los kioscos, donde durante el invierno comprábamos los cromos, aparecieron un buen día unas cartulinas con nueve círculos adhesivos con las caras de ciclistas famosos preparadas para pegarlas en nuestras chapas. Así supe quienes eran Sean Kelly, Francesco Moser, Álvaro Pino o Peio Ruiz Cabestany. Así supe quienes eran Ángel Arroyo y Julián Gorospe, los dos primeros ciclistas profesionales que alcanzaron el status de ídolos en mi particular altar deportivo infantil y los que siempre quería pedirme cuando jugaba a las chapas con mis amigos en el parque y en el recreo o con mi hermano en casa.

Fue entonces cuando TVE metió el ciclismo en los salones de nuestras casas. En abril de 1983, cuando la Vuelta Ciclista a España aún era la más madrugadora de las 3 grandes vueltas, tuvimos la oportunidad, por vez primera en la historia, de ver en directo el final de cada una de las etapas de una edición que el paso del tiempo ha elevado a la categoría de mítica y no sólo por la presencia de la televisión. La primera ascensión a los Lagos de Covadonga con la victoria de Marino Lejarreta, el brutal desfallecimiento de Gorospe en Serranillos ante Hinault, la victoria final de El Caimán hipotecando, sin embargo, su participación en el posterior Tour de Francia... Nada de esto, como es lógico, lo pude ver. Las clases en el colegio terminaban a las cinco de la tarde y para cuando llegaba a casa la etapa ya había terminado. Pocos de nosotros, desde luego yo no, teníamos vídeo para poder grabarlo así que me conformaba con el resumen de media hora que ponían a la hora de la cena. Términos como “Meta Volante", “demarraje”, “avituallamiento” o “maillot amarillo” comenzaron entonces a formar parte de nuestro vocabulario común, a resultarnos cotidianos.

Del Tour, sin embargo y pese a que ya no teníamos clases que nos hubiesen impedido ver la retransmisión de las etapas en caso de haberlas, sabíamos tan sólo por las escasas reseñas que en los diarios e informativos le dedicaban. Supe a posteriori que aquel verano el Reynolds había corrido el Tour de Francia y que aquello supuso un pequeño hito para el ciclismo español. Un equipo nacional corriendo la más grande de las carreras después de años de ausencia. También a posteriori supe que mi ídolo de entonces, Ángel Arroyo, había subido al podio final como segundo clasificado tras un joven francés, debutante, que ya había despuntado en la Vuelta dos meses antes con una victoria en San Quirze del Vallés y un séptimo puesto en la general final. En Francia se había impuesto con una suficiencia casi insultante. Se llamaba Laurent Fignon y aún no salía en mis adhesivos para chapines. Y supe, a posteriori, como todo lo que sucedió en aquel verano francés, que en aquel Tour de 1983 también había debutado un joven segoviano, Pedro Delgado, sin el que, aplicando la Teoría del Caos a la cadena de acontecimientos que estaban empezando a desencadenarse, este blog, como tantas otras cosas en mi vida, probablemente jamás habrían llegado a suceder.

lunes, 4 de julio de 2011

10 improbables pronósticos sobre el Tour 2011

Tras el estruendo mediático que rodea los tres tiempos del Tour de Francia, el antes, el durante y el después, suelen esconderse, entre otras cosas, un exorbitante número de análisis, pronósticos y comentarios, alguno de ellos de los más relevantes periodistas de este pequeño mundo y otros tantos de advenedizos de última hora que se acercan al ciclismo una vez al año, tres semanas, para mantener el resto de la temporada una relación muy residual con las bicis. 

Como uno tiene la sensación de que no puede aportar mucho más al debate, que todo lo que diga ya lo habrá dicho otro antes o al menos más alto, he decidido limitar mi voz en este asunto a un decálogo de diez apuestas, tal vez deseos, aún no soy capaz de distinguir cuanto hay de uno y cuanto de lo otro en mis intuiciones sobre lo que sucederá en los próximos veintiún días, y no volver a mencionar la carrera francesa, sucesos extraordinarios aparte, hasta el día en que termine y sólo para comprobar cuanto de lo que hoy escriba aquí, se habrá cumplido. Con la certeza de que no se cumplirán ni la mitad de las expectativas, me pongo a ello.

1. La victoria de Gilbert en la primera etapa no sorprendió a casi nadie, a eso venía el belga. Sin embargo apuesto por él para la cuarta etapa, en el Mûr-de-Bretagne y arriesgando un poco más, creo que conseguirá también la victoria en Super-Besse aunque de esta ya no estoy tan seguro pero el riesgo de no perder nada me envalentona. Gilbert se irá con 3 victorias parciales.

2. El podio final será, por este orden, Contador, Robert Gesink e Ivan Basso. El holandés será además y por lógica, el ganador del maillot blanco al mejor joven, la montaña será para Sylvain Chavanel y la regularidad para Tyler Farrar. Por equipos, Leopard-Trek es mi favorito.

3. Contador ganará la etapa de Alpe d’Huez y aquí creo estar definitivamente confundiendo deseo e intuición.

4. El paso por los Pirineos será timorato, conservador y sólo en los últimos cinco kilómetros de Luz Ardiden veremos algo parecido a una batalla. Plateau de Beille no dejará más que algunos derrotados pero ningún vencedor claro y los anehlados cara a cara entre favoritos sólo tendrán lugar en la llegada al Galibier y en la del día siguiente al Alpe d’Huez.

5. Cavendish conseguirá dos victorias de etapa pero no llegará a París. 

6. Victoria de Contador al margen, el Tour será difícil para los españoles. Samuel Sánchez no pasará del quinto puesto y Luis León no creo que logre colarse en el top 10 aunque si que puede conseguir una victoria de etapa. Quizás en Pinerolo o Gap, cuando ya no cuente mucho para la general. Por lo demás, no creo que se consigan más de tres victorias parciales, quizá Movistar, quizá Rojas o José Iván Gutiérrez.

7. Van Garderen será la revelación entre los jóvenes y Evans la decepción entre los veteranos. De los Radioshack no espero gran cosa. Levi y Klöden me parece que llegan tarde a esta fiesta y Brajkovic demasiado apocado para el tamaño del desafío. Esto unido al hecho de que Menchov y Sastre estén fuera, de inicio, de este Tour escenificará el definitivo cambio generacional en la élite del ciclismo mundial, al menos en cuanto a grandes vueltas se refiere.

8. No habrá casos de doping ni durante ni después. Será un Tour de Francia limpio y digno en el que sólo se hablará de esfuerzo, victorias y derrotas, errores y aciertos tácticos, renovación y despedida de sponsors y fichajes para la temporada 2012.

9. Este pronóstico va más allá del final del Tour. Contador será exculpado definitivamente por el TAS, se legitimarán todas sus victorias desde el verano pasado hasta éste y sin embargo nadie se arrogará la responsabilidad de tanto despropósito.

10. Los chistes de Perico Delgado seguirán siendo tan malos como de costumbre y su presencia un valor tan incalculable como siempre. 

… y esto es todo. Hasta el 24 de julio que la realidad me ajuste las cuentas, disfrutemos.