Hoy me voy a permitir una pequeña licencia: voy a publicar un post que escribí un día como hoy hace cuatro años para otro blog. Como el post y el blog eran míos estoy a salvo de cualquier acusación de plagio. De lo único que se me podrá acusar es de perezoso.
Son los últimos días de julio y de repente la vida parece haber quedado suspendida. Los círculos de amigos y conocidos se dispersan huyendo hacia el lugar de vacaciones como el que viaja en pos de la tierra prometida. Aquellos que buscan casa o trabajo posponen esa búsqueda para los primeros días de septiembre. Las tiendas donde compramos habitualmente han cerrado y las calles de las grandes ciudades se han quedado semidesiertas. durante al menos quince días el calor, que no cede a la noche, apenas nos deja conciliar el sueño. La vida en general, parece ralentizarse hasta casi detenerse.
Y en medio de este sopor, un lunes nos despertamos y desayunamos con el periódico del día y en la portada, siempre en la portada, alguien sonríe, vestido de amarillo y al fondo intuimos, difuminada, la silueta del Arco del Triunfo de París. El chico-hombre de la portada es el ganador del Tour de este año, a veces novedoso, a veces repetido, tres, cinco... siete veces. pero en realidad nos da un poco igual quién sea porque lo verdaderamente importante es qué es. Y es el Tour de Francia. El Tour que se ha terminado. Atrás, muy atrás, queda ya el rumor lejano que producía a primeros de junio, cuando empezaba a vislumbrarse su comienzo, cuando salían las listas definitivas de los equipos que iban a participar y las consultábamos ansiosos, reelaborándolas a partir de nuestras irrefutables opiniones construidas a lo largo de cuatro larguísimos meses de competiciones y carreras.
Poco a poco el rumor se iba transformando en estruendo, como el que producen cualquier cuerpo con una masa descomunal, desplazándose. Un mes, quince días, una semana... un extra recoge un análisis detallado hasta el absurdo del perfil de las etapas. Nuevas ansias, éstas intentando localizar los puntos clave de la carrera de este año. Esa contrarreloj antes de la montaña, las llegadas en alto, ¿más duros Alpes o Pirineos? Las etapas de media montaña tan propicias para emboscadas. El recuerdo de otros Tour que fueron y nos dejaron un poso de sabiduría que ha ido forjando nuestro conocimiento. Con suerte, hasta podemos buscar un punto preciso, tal vez dos, desde donde seguir la carrera en directo. Una idea fugaz pero arrebatadora de estar en París el último día.
Y un sábado, después de comer, en un mes en el que nunca pasa nada, pasa el Tour y entonces la vida se estructura alrededor de esas dos horas y media de televisión. Por la mañana volamos de una tarea a otra, tal vez pidamos salir antes del trabajo un par de días, alguno incluso ha cogido las vacaciones en esa semana que el Tour pasa por los Alpes. Comemos y el café (con hielo) se nos acaba mientras la etapa del día se consume. Termina y hacemos balance, con la etapa del día siguiente, eso si, muy presente. Es la primera semana y vale con no caerse, con no quedarse cortado. Llega la contrarreloj. Luego la montaña. Alguien queda en evidencia mientras uno de los fugados de la primera semana aguanta más de lo previsto. ¿Será el Walkowiak de este año? ¿El Chiappucci de 1990?
Y sin darnos cuenta nos encontramos en pleno nudo gordiano de la carrera y apenas quedan corredores con posibilidades reales de ganarla. El Tour se nos está escapando, aunque aún no somos conscientes porque estamos inmersos por completo en él, entre momentos de máxima euforia, de absurda tensión, de profunda decepción. El Tour se nos está escapando, como todos los años y otro sábado, sólo han pasado tres desde el primero pero parece que fue hace seis meses, nos sentamos como todos los días ante el televisor y paladeamos el sabor agridulce que tiene la que sabemos a ciencia cierta que será la última batalla, la contrarreloj del penúltimo día. Del Tour ya sólo queda un hilo. Un hilo que es una carretera por la que el domingo por la mañana, hasta la hora de comer, transita un pelotón exhausto y feliz, todos los líderes de las distintas clasificaciones, en cabeza. La foto. Y justo a la hora de la sobremesa les vemos acercarse a París. El equipo del líder en cabeza. Es la tradición. primero es el Sena, luego la Torre Eiffel al fondo, ligeramente escorada a la derecha. Más tarde la Plaza de la Concordia y los Campos Elíseos, son muchos Tours. Están en París. Ahora sí. Estamos en París, que nosotros, desde el sofá de casa, también hemos hecho el viaje de veintiún días con ellos. Unas cuantas vueltas, por favor, que nos resistimos a que esto se termine así. Un intento de fuga, una leve inquietud por si algo que nunca ha cambiado cambiará ese día ¿atacará el segundo? Un sprint, varias celebraciones, un podio, al fondo el Arco del Triunfo.
Son los últimos días de julio y de repente la vida parece haber quedado suspendida. Los círculos de amigos y conocidos se dispersan huyendo hacia el lugar de vacaciones como el que viaja en pos de la tierra prometida. Aquellos que buscan casa o trabajo posponen esa búsqueda para los primeros días de septiembre. Las tiendas donde compramos habitualmente han cerrado y las calles de las grandes ciudades se han quedado semidesiertas. durante al menos quince días el calor, que no cede a la noche, apenas nos deja conciliar el sueño. La vida en general, parece ralentizarse hasta casi detenerse.
Y en medio de este sopor, un lunes nos despertamos y desayunamos con el periódico del día y en la portada, siempre en la portada, alguien sonríe, vestido de amarillo y al fondo intuimos, difuminada, la silueta del Arco del Triunfo de París. El chico-hombre de la portada es el ganador del Tour de este año, a veces novedoso, a veces repetido, tres, cinco... siete veces. pero en realidad nos da un poco igual quién sea porque lo verdaderamente importante es qué es. Y es el Tour de Francia. El Tour que se ha terminado. Atrás, muy atrás, queda ya el rumor lejano que producía a primeros de junio, cuando empezaba a vislumbrarse su comienzo, cuando salían las listas definitivas de los equipos que iban a participar y las consultábamos ansiosos, reelaborándolas a partir de nuestras irrefutables opiniones construidas a lo largo de cuatro larguísimos meses de competiciones y carreras.
Poco a poco el rumor se iba transformando en estruendo, como el que producen cualquier cuerpo con una masa descomunal, desplazándose. Un mes, quince días, una semana... un extra recoge un análisis detallado hasta el absurdo del perfil de las etapas. Nuevas ansias, éstas intentando localizar los puntos clave de la carrera de este año. Esa contrarreloj antes de la montaña, las llegadas en alto, ¿más duros Alpes o Pirineos? Las etapas de media montaña tan propicias para emboscadas. El recuerdo de otros Tour que fueron y nos dejaron un poso de sabiduría que ha ido forjando nuestro conocimiento. Con suerte, hasta podemos buscar un punto preciso, tal vez dos, desde donde seguir la carrera en directo. Una idea fugaz pero arrebatadora de estar en París el último día.
Y un sábado, después de comer, en un mes en el que nunca pasa nada, pasa el Tour y entonces la vida se estructura alrededor de esas dos horas y media de televisión. Por la mañana volamos de una tarea a otra, tal vez pidamos salir antes del trabajo un par de días, alguno incluso ha cogido las vacaciones en esa semana que el Tour pasa por los Alpes. Comemos y el café (con hielo) se nos acaba mientras la etapa del día se consume. Termina y hacemos balance, con la etapa del día siguiente, eso si, muy presente. Es la primera semana y vale con no caerse, con no quedarse cortado. Llega la contrarreloj. Luego la montaña. Alguien queda en evidencia mientras uno de los fugados de la primera semana aguanta más de lo previsto. ¿Será el Walkowiak de este año? ¿El Chiappucci de 1990?
Y sin darnos cuenta nos encontramos en pleno nudo gordiano de la carrera y apenas quedan corredores con posibilidades reales de ganarla. El Tour se nos está escapando, aunque aún no somos conscientes porque estamos inmersos por completo en él, entre momentos de máxima euforia, de absurda tensión, de profunda decepción. El Tour se nos está escapando, como todos los años y otro sábado, sólo han pasado tres desde el primero pero parece que fue hace seis meses, nos sentamos como todos los días ante el televisor y paladeamos el sabor agridulce que tiene la que sabemos a ciencia cierta que será la última batalla, la contrarreloj del penúltimo día. Del Tour ya sólo queda un hilo. Un hilo que es una carretera por la que el domingo por la mañana, hasta la hora de comer, transita un pelotón exhausto y feliz, todos los líderes de las distintas clasificaciones, en cabeza. La foto. Y justo a la hora de la sobremesa les vemos acercarse a París. El equipo del líder en cabeza. Es la tradición. primero es el Sena, luego la Torre Eiffel al fondo, ligeramente escorada a la derecha. Más tarde la Plaza de la Concordia y los Campos Elíseos, son muchos Tours. Están en París. Ahora sí. Estamos en París, que nosotros, desde el sofá de casa, también hemos hecho el viaje de veintiún días con ellos. Unas cuantas vueltas, por favor, que nos resistimos a que esto se termine así. Un intento de fuga, una leve inquietud por si algo que nunca ha cambiado cambiará ese día ¿atacará el segundo? Un sprint, varias celebraciones, un podio, al fondo el Arco del Triunfo.
Es el Tour, que se ha terminado y nos ha dejado un vacío absurdo que sólo podremos llenar del todo once meses después.
Pero eso lo sabremos el lunes, desayunando, porque esta tarde aún nos queda París y un montón de imágenes que mañana ya serán recuerdos.