viernes, 24 de junio de 2011

el insignificante triunfo de los mediocres

Aunque nunca sabremos la verdadera historia de aquella foto, aunque es imposible que ya sepamos quien le dio el bidón a quien (¿o era una botella de agua?) dicen que Coppi bebió primero y luego le tendió la mano a Gino y con ese gesto y tres palabras, “Toma Gino, bebe”, selló el final de una enemistad que no era tal y de paso nos regaló una de las imágenes más icónicas del ciclismo y me atrevería a decir que del deporte de todos los tiempos.

Desde que descubrí esta foto, no puedo precisar cuando sucedió eso, puede que hace diez años, tal vez quince, se convirtió en el símbolo de lo que de singular tenía el ciclismo para mi, de aquello que le convertía no sólo en un deporte diferente sino en un deporte mejor. La simbología entiendo que es obvia y los conceptos a los que va asociados esa fotografía igualmente identificables. La solidaridad y la camaradería en el sufrimiento por encima de otras consideraciones, porque uno no puede olvidar que incluso en el transcurso de la más feroz competición contra el más secular de los enemigos, un ciclista compite primero y puede que en definitiva únicamente contra sí mismo.

Siempre que he salido con la bici a la carretera, en mayo hizo veinte años de la primera vez, he llevado esa idea del ciclismo conmigo. Cuando al cruzarme con otro ciclista nos saludamos aunque sea con un leve gesto de la mano o alzando las cejas me siento parte de algo especial. Cuando encuentro a otro cicloturista parado en la cuneta siempre aminoro la marcha para comprobar que no necesita ayuda, aunque sea logística. Camaradería. Solidaridad. Desafío siempre pero nunca por encima de lo que el ciclismo representa.

El pasado 8 de mayo salí, como tantos otros fines de semana, a rodar con mi hermano. Después de algo más de un mes exprimiéndonos por la Sierra madrileña con un viaje a los Alpes en julio como objetivo final de ese exigente entrenamiento decidimos volver al carril-bici de Colmenar. Debíamos llevar unos cincuenta kilómetros cuando mi hermano metió la rueda en una junta de dilatación, la bicicleta le culeó a la izquierda y terminó cayendo hacia la derecha. Aunque en apariencia era un golpe intrascendente lo cierto es que tardó más de cinco minutos en poder volver a subirse a la bici… y menos de otros cinco en comprobar que le resultaba imposible pedalear. Decidimos entonces que yo iría a por el coche y él me esperaría en algún punto intermedio al que pudiese llegar andando para que le recogiese. Cuando me reuní de nuevo con él me contó, no sé como de decepcionado, desconozco cuan triste, que en el breve trayecto que separaba el lugar donde le había dejado solo del lugar donde me esperó ningún cicloturista de los muchos que en ese mañana, a esa hora transitaban el carril-bici se molestó siquiera en aminorar la marcha para preguntarle si estaba bien, que necesitaba, pese a que caminaba junto a la bici, no encima. Pese a que las señales de haber sufrido una caída eran visibles en los manchones que lucía el maillot. Ninguno. Nadie.

Vino este suceso a confirmar lo que hasta entonces había sido tan sólo una sospecha poco precisa sobre el nuevo cicloturismo del siglo XXI basada en la observación de pequeños gestos, de sucesos aparentemente inocuos. Ese grupito con el que te cruzas y nadie saluda. Ese ciclista que está parado en la cuneta arreglando un pinchazo sin que los diez cicloturistas que han pasado antes que tú le pregunten si necesita ayuda (quince minutos antes de que se cayese mi hermano habíamos estado ayudando a un chaval que tenía la cubierta rajada a quien nadie se había detenido a preguntar). Esa grupetta que te silba y casi sin tiempo te pasan a toda velocidad tanto por la izquierda como por la derecha.

El boom económico de la segunda mitad de los 90 junto al incremento de la seguridad vial para los ciclistas y cierta visión de mercado de los fabricantes de bicicletas posibilitó el crecimiento exponencial del ciclismo aficionado y del cicloturismo. De buenas a primeras ese ciclismo de élite estaba al alcance de la mayoría. En este contexto surgieron marchas y carreras donde los aficionados pueden transitar por los mismos escenarios que recorren las grandes carreras profesionales. Y en este contexto surge un tipo de aficionado, de cicloturista, que da rienda suelta a sus frustraciones intentando ser el rey tuerto del país de los ciegos. Entrenan duro, se alimentan bien, llevan los mejores materiales y conocen todas las novedades que surgen en el mercado. Todo esto me parece perfecto, tan respetable como cualquiera que vive con pasión una afición. Sea la que sea ésta.

Y sin embargo, desde mi sillín de globero con algunos kilos de más, con mis piernas sin depilar y mi bici Orbea de mil trescientos euros me permito despreciar a este tipo de ¿aficionado?. Porque podrán hacer la Quebrantahuesos o la Perico Delgado, incluso clasificando bien, pero están en el extremo opuesto de lo que de puro y perfecto tiene el ciclismo. Porque su ciclismo no es el mío. Y porque ellos nunca le hubieran dado el bidón a Gino. Y eso retrata a la perfección cual es su lugar en la historia de este deporte. Están fuera de la foto. De todas las fotos.

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