lunes, 11 de julio de 2011

fiebre en la carretera (1)

Le tomo prestado el título a Nick Hornby de su memorable novela “Fiebre en las gradas” para iniciar una serie de post, cuantos serán, que contaré en ellos aún no soy capaz de precisarlo, en los que pretendo ir desgranando mi pasión por la bici, en los que pretendo explicar, quizás a mi mismo en primer lugar, porque, parafraseando al propio Nick Hornby, un día me enamoré del ciclismo como más tarde me enamoraría de las mujeres: de repente, sin explicación, sin hacer ejercicio de mis facultades críticas. Y en mi caso, sin ser consciente de la trascendencia que ese amor tendría en mi futuro, de que manera la bici y el ciclismo iban a determinar mi existencia a partir de entonces.

Me hice ciclista mucho antes de saber siquiera que era el ciclismo. Sin haber cumplido los cuatro años ya había conseguido ganar una carrera en las fiestas de mi barrio. Aquella precoz victoria supone, sin embargo, todo mi palmarés y nunca volví a estar siquiera cerca de la gloria del triunfo. Por si fuera poco, ni siquiera soy capaz de recordar nada de esto y si conozco esta historia es sólo porque el acontecimiento transmutó en leyenda familiar y fue contado tantas veces, escuchado de tantas bocas que resulta complicado establecer el difuso límite que separa la literalidad de la literatura. Además de para tener una victoria más en mi palmarés que mi hermano, este hecho me sirve al menos para ahora poner un punto de partida a esta historia infinita de amor por la bici.

Era el final de la década de los 70 y el principio de los 80 y ni siquiera había oído hablar de Hinault, Zotemelk, De Vlaeminck o Saronni. En la España del 23-F y el Mundial de Naranjito mis ídolos eran Arkonada y Santillana y yo tan sólo era un crío más que disfrutaba pateando un balón con sus amigos y sobre todo montando en su bici BH azul a la que mi padre, ante mi insistencia, había decidido quitarle los ruedines poco después de cumplir yo los cuatro años. Ya era demasiado mayor para ellos.

Una de las actividades favoritas de cualquier niño de aquella época era coleccionar cromos de fútbol y cambiarlos con sus compañeros de clase. En primavera, sin embargo, la liga estaba a punto de terminar y los cromos eran sustituidos por las canicas, las peonzas y las carreras de chapines en la arena. El buen tiempo sacaba a los niños de casa y llenaba los parques. Y en los kioscos, donde durante el invierno comprábamos los cromos, aparecieron un buen día unas cartulinas con nueve círculos adhesivos con las caras de ciclistas famosos preparadas para pegarlas en nuestras chapas. Así supe quienes eran Sean Kelly, Francesco Moser, Álvaro Pino o Peio Ruiz Cabestany. Así supe quienes eran Ángel Arroyo y Julián Gorospe, los dos primeros ciclistas profesionales que alcanzaron el status de ídolos en mi particular altar deportivo infantil y los que siempre quería pedirme cuando jugaba a las chapas con mis amigos en el parque y en el recreo o con mi hermano en casa.

Fue entonces cuando TVE metió el ciclismo en los salones de nuestras casas. En abril de 1983, cuando la Vuelta Ciclista a España aún era la más madrugadora de las 3 grandes vueltas, tuvimos la oportunidad, por vez primera en la historia, de ver en directo el final de cada una de las etapas de una edición que el paso del tiempo ha elevado a la categoría de mítica y no sólo por la presencia de la televisión. La primera ascensión a los Lagos de Covadonga con la victoria de Marino Lejarreta, el brutal desfallecimiento de Gorospe en Serranillos ante Hinault, la victoria final de El Caimán hipotecando, sin embargo, su participación en el posterior Tour de Francia... Nada de esto, como es lógico, lo pude ver. Las clases en el colegio terminaban a las cinco de la tarde y para cuando llegaba a casa la etapa ya había terminado. Pocos de nosotros, desde luego yo no, teníamos vídeo para poder grabarlo así que me conformaba con el resumen de media hora que ponían a la hora de la cena. Términos como “Meta Volante", “demarraje”, “avituallamiento” o “maillot amarillo” comenzaron entonces a formar parte de nuestro vocabulario común, a resultarnos cotidianos.

Del Tour, sin embargo y pese a que ya no teníamos clases que nos hubiesen impedido ver la retransmisión de las etapas en caso de haberlas, sabíamos tan sólo por las escasas reseñas que en los diarios e informativos le dedicaban. Supe a posteriori que aquel verano el Reynolds había corrido el Tour de Francia y que aquello supuso un pequeño hito para el ciclismo español. Un equipo nacional corriendo la más grande de las carreras después de años de ausencia. También a posteriori supe que mi ídolo de entonces, Ángel Arroyo, había subido al podio final como segundo clasificado tras un joven francés, debutante, que ya había despuntado en la Vuelta dos meses antes con una victoria en San Quirze del Vallés y un séptimo puesto en la general final. En Francia se había impuesto con una suficiencia casi insultante. Se llamaba Laurent Fignon y aún no salía en mis adhesivos para chapines. Y supe, a posteriori, como todo lo que sucedió en aquel verano francés, que en aquel Tour de 1983 también había debutado un joven segoviano, Pedro Delgado, sin el que, aplicando la Teoría del Caos a la cadena de acontecimientos que estaban empezando a desencadenarse, este blog, como tantas otras cosas en mi vida, probablemente jamás habrían llegado a suceder.

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