martes, 14 de febrero de 2012

un poco necesario y un poco querido


Fernando Martín, al margen de su incalculable legado como jugador de baloncesto e icono generacional, dejó también una de las mejores frases que he leído en boca de un deportista, quizás una de las mejores frases que he escuchado sin más. “El baloncesto no es fundamental en mi vida. Lo único esencial es sentirme un poco necesario y un poco querido”. Tan sencillo y preciso como eso.

Años más tarde, en una interesantísima entrevista con Totti, el futbolista de la Roma, publicada en el diario El País, leí otra frase que me conmovió casi de igual manera. Supe hace poco que parafraseaba el jugador romanista al gran Sócrates, también futbolista, éste brasileño, médico y marxista. Ambos venían a decir algo así como "no juego para ganar, juego para que me recuerden".

La semana pasada, en aquella tumultuosa rueda de prensa que Alberto Contador dio en un hotel de Pinto a raíz de la sanción que le impuso el TAS, el corredor madrileño se refirió al hecho de que le desposeyen de sus victorias transmitiendo una idea que era, en realidad, el sentir de una forma de estar en el deporte, puede que en la vida. Dijo Alberto que esas victorias no eran suyas sino de toda la gente que ha disfrutado con ellas, que pertenecen a su memoria, a su retina y que al fin y al cabo son ellos, es decir, nosotros, quienes decidimos quien ganó cada carrera.

Hoy, 14 de febrero, se cumplen ocho años de la muerte de Marco Pantani, El Pirata, el escalador anacrónico y sin embargo inmortal al que Charly Gaul, el Ángel de las Montañas, consideraba su heredero, su hijo. 

Mis primeros recuerdos de Pantani son de aquel Giro de 1994 en el que logró llamar la atención pese a que el destello tan intenso como fugaz del ruso Berzin atenuase su brillo, pese a que estuviésemos asistiendo como atónitos testigos por primera vez desde la Vuelta de 1991 a una derrota de Induráin en una grande. Meses después le recuerdo sin embargo siendo barrido de la carretera por el propio Miguel en la subida a Hautacam, en una desconcertante etapa, desconcertante por disputarse entre una intensísima niebla en pleno mes de julio, por estar viendo al Induráin más agresivo, hasta entonces, de toda su carrera, por ver el monumental descalabro de la supuesta némesis del navarro, el suizo Rominger. 

Heredero del espíritu indomable de su compañero de equipo en aquellos primeros años y compatriota Chiappucci, tenía El Pirata además la capacidad física, no sólo la voluntad, de reventar cualquier carrera cuando surgían frente a él las montañas. Así lo hizo sobre todo una fría sobremesa de julio de 1998 cuando en mitad de una tormenta en pleno Galibier atacó al entonces líder, Jan Ullrich, a 5 kilómetros de la cima del Galibier, por su vertiente norte, esto es, por el lado del Telegraphe. Restaban 47 kilómetros para el final de etapa en Les Deux Alpes. Pantani estaba a algo más de 3 minutos de Ullrich en la general. Al final del día el alemán era 4º en la general a casi seis minutos de El Pirata que de paso nos había devuelto un ciclismo ya extinguido, un ciclismo antiguo, generoso, épico, sin viaje de vuelta... de leyenda. Un ciclismo en blanco y negro, en sepia. A día de hoy ésta sigue siendo la mayor gesta ciclista a la que he asistido en directo, una etapa que sacó al convulso ciclismo de finales de los 90 de las cloacas y lo elevó hasta el cielo gris del Galibier. Aunque fuese por unos días. 

Otra tarde de julio, dos años después, en Courchevel, fuimos testigos sin saberlo de la última victoria del de Cesena, ahora recordada con el amargor del que recuerda un último beso. A partir de aquella tarde comenzó el declive del italiano, o quizás éste ya había comenzado el año anterior cuando a dos días del final de Giro, siendo virtual vencedor de la ronda italiana era descalificado por encontrarse una tasa de hematocrito excesivamente elevada en su sangre. Quizás aquella tarde de julio de 2000 sólo fue el canto del cisne del penúltimo juguete roto del ciclismo profesional. 

Por que lo cierto es que cuatro años después, víctima de una depresión y de su adicción a la cocaína, fallecía en un hotel de Rimini. Habían pasado casi diez años desde su gloriosa presentación en sociedad en aquel magnífico Giro. Diez años con los que ni la sombra del doping o de su tormentoso final pueden. Son estos aspectos barridos de un plumazo a un rincón de la historia, convertidos en acontecimientos residuales, por contra cobra viveza en nuestra memoria, en nuestra retina, la imagen inmortal de su calva cubierta con una badana, sus manos asidas a la parte inferior del manillar y su enjuta figura volcada sobre el manillar. Es el Galibier en 1998, pero también el Mortirolo en 1994 o el Mont Ventoux en el año 2000. O cualquier otro momento que cada uno sea capaz de evocar. Porque en realidad es Pantani, quien, no sé si proponiéndoselo o no, corrió para que no le olvidásemos jamás y consiguió que le quisiéramos y que hoy, ocho años después de habernos dejado, sigamos echándole de menos y pensando cuanto le necesitábamos.

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