No me gusta Andy Schleck, quizá
convenga empezar aclarándolo. También convendrá aclarar que es en los detalles
donde se gesta mi animadversión por el luxemburgués, pues en su conducta más genérica
tampoco encuentro ningún argumento con el que justificarme.
Y no me gusta Andy Schleck por dos
motivos principales: en primer lugar porque me parece un ciclista perezoso, indolente. Además tengo la impresión de que goza de
un status y una consideración entre ciertos aficionados y cierta prensa algo superior
a lo que por sus méritos deportivos estaría destinado si es que dicha consideración
respondiese a una meritocracia real y no fuese un totum
revolotum de promesas insatisfechas, venta de imagen y si, algo de logros deportivos.
Pero empecemos a argumentar por el final, que esta casa se construye desde el
tejado. ¿Qué ha ganado Andy Schleck en siete años de profesional para gozar de dicho status? Al margen de campeonatos nacionales (algo así como ser pichichi en la liga búlgara, con todos mis respetos para el fútbol búlgaro), presenta un exiguo balance de tres victorias de etapa en el Tour de Francia y una
Lieja-Bastogne-Lieja. La general final del Tour de 2010 no la he olvidado,
simplemente la obviado pues resulta evidente que, como incluso él mismo aseguró, no fue en la carretera donde le llegó la gloria. Por lo tanto parece justo afirmar que, a día de hoy y a la espera de mayores logros, Andy no pasa de ser la promesa no satisfecha del gran campeón en que, por otro lado, parece obvio que puede llegar a convertirse. Y este
argumento entronca con el motivo principal por el que el menor de los Schleck
me gusta tan poco. Creo que, en ciertos aspectos, él ya ejerce como esa figura que
aún no es y se permite correr la mayor parte de la temporada con una indolencia
rayana en la falta de profesionalidad. Entre abandonos más o menos justificados
y carreras terminadas pasando completamente desapercibido, las hojas del
calendario de su preparación van cayendo sin que nadie parezca cuestionarse ya
no la falta de respeto que en muchas ocasiones muestra por dichas carreras y por sus compañeros de equipo a los que usurpa la posibilidad de disputarlas a cambio de ¿nada?, si
no la idoneidad de dicha preparación. Andy nunca ha ganado nada que no hayan
ganado cientos de ciclistas a lo largo de la historia y sin embargo pasea su
palmito de rey sin trono con la suficiencia de quien lo ha visto todo y vuelve
para contarnos. Dejando al margen consideraciones menores como su pésima lectura
táctica de carrera, sus carencias en aspectos fundamentales como la contrarreloj
o los descensos y cierta pusilanimidad en circunstancias adversas (desde una
salida de cadena a un chaparrón de agua inesperado), estos son los argumentos principales por los que Andy no sólo no me gusta, si no que cada vez le respeto menos. Es más, me atrevería a asegura que si este año no gana el Tour, estaremos ante el mayor fraude del ciclismo profesional de las últimas diez temporadas.
Por otra parte hace unos días tuve la oportunidad de debatir con la gente de Cobbles&Hills sobre Voeckler, ejerciendo yo el papel de fiscal
y ellos el de abogados defensores. En sus “alegaciones” afirmaban que en
cualquier caso, Voeckler era un corredor necesario. Yo no pude pasar de admitir
que sí, que es un gran corredor, guerrillero, inconformista, peleón y que si estaba, uno acababa
viéndole, incluso admití que prefería un Voeckler a cien Andys. Pero al margen de dichas virtudes hay algo en el alsaciano
que me causa rechazo y en este caso poco o nada tiene que ver con los motivos
por los que no me gusta Andy Schleck. Porque de Tití ¿o e Titi? no me gusta que entienda
la batalla deportiva como una guerra sin normas morales (el famoso ataque el
día del atropello a Flecha y Hoogerland me parece el ejemplo perfecto), no me
gustan sus aspavientos pidiendo relevos en las fugas cuando a él le interesa
pero la desfachatez con la que se esconde cuando, por el motivo que sea, decide
no colaborar. Y en un grado menor, no me gustan su histrionismo cuando se sabe
en pantalla, con la lengua fuera y esos gestos que caricaturizan hasta el
ridículo el sufrimiento tan digno como silencioso y desde luego mucho más
auténtico de quien nunca sale en la televisión. No, lo siento Titi, lo siento
amigos de C&H, pero este camelo no lo compro. ¿Necesario Voeckler? No,
necesario es Zabalo.
El 26 de agosto de 2011, Xabier
Zabalo, corredor del Orbea, estaba disputando la tercera etapa del Giro del
Valle d’Aosta, en Italia. Integrado en una escapada con diez
corredores más, en el descenso del Lov Verrogne, sin embargo, su vida se partió en dos cuando se precipitó a un vacio de cinco metros y acabó
golpeando su cabeza contra el suelo. A pesar de que logró volver a la carretera
e incluso intentó subirse en la bici, los médicos decidieron evacuarle
inmediatamente a Aosta al ver como sangraba la herida. El diagnóstico: fractura
del hueso temporal del cráneo, un hematoma cerebral con un coágulo que resultó
ser lo más preocupante, fisura del atlas y del maxilar. A Zabalo le
reconstruyeron la cabeza en el quirófano del hospital de Aosta. Todo esto y el
resto de la historia de su milagrosa, por apresurada, recuperación lo leí aquí hace unas semanas, con motivo del Gran Premio
Miguel Indurain. No habían pasado ni ocho meses desde aquel día de
verano y Zabalo volvía a la competición. Un logro de unas dimensiones
inabarcables para la mayoría de nosotros.
Lo reconozco, su historia me
emociona, me conmueve. No es la única de este tipo que uno encuentra en el
ciclismo aunque ahora sea la más reciente. Y me conmueve porque es de estas historias de las
que uno alimenta la verdadera mística que rodea al ciclismo, no ya sólo como deporte
profesional, si no como actividad cotidiana, como afición. Como metáfora. Porque no nos engañemos, son este tipo de
historias de las que uno logra extraer enseñanzas con las que afrontar el devenir de
su propia vida. Puede que Andy acabe ganando un buen puñado de Tours, es casi
seguro que Voeckler seguirá siendo Voeckler para bien y para mal, es decir
inconformista y algo clown. Pero será en Zabalo en quien piense cualquier día de estos
cuando mi cuerpo me pida tregua en mitad de cualquier ascensión (real o alegórica) y yo le tenga
que explicar que no, que no se firman treguas, no se pactan rendiciones, que tenemos que ir “un poco más allá” aunque sólo sea por respeto a quienes lo hicieron en situaciones más adversas que la nuestra sin saber, siquiera pretender, demostrarnos que era posible. Y es que, parafraseando al poeta romano Marco Valerio Marcial, la verdadera victoria es la
que se consigue sin testigos.
Bien lo sabe Xabier. Bien harían en aprenderlo
Andy y Thomas.
Era así patinando seguirá siendo así sobre la bici.
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