Mi hermano y yo, como ya he mencionado en otros post, estuvimos en la Paris-Roubaix de 2008, en el bosque de
Arenberg primero y más tarde en el Velódromo de Roubaix, a todo nos dio tiempo.
Entonces fue un viaje con un punto de desquite, las circunstancias, que no
vienen al caso, así lo determinaron. Saldadas las cuentas con la vida misma, la
visita de este año adquirió desde un principio un carácter mucho más lúdico,
como de perfecto fin de fiesta, como si en el concierto de tu grupo favorito la
última canción que sonase fuese la mejor. Quizá contribuyó a ello que hace tres
años habíamos ido mi hermano y yo solos y sobre todo, habíamos ido
"sólo" a eso. En esta ocasión íbamos los dos y cuatro amigos más y pasamos cinco días en París y
como los lazos que nos unen y las circunstancias de cada uno de nosotros
pertenecen al ámbito de lo privado de cada uno, baste con decir que para todos
este viaje suponía la consecución de diferentes anhelos.
Está usted entrando en Arenberg |
Llegamos a Arenberg a última hora
de la mañana y llegar a Arenberg, aunque sea andando, aunque sea tres horas
antes de la carrera, tiene algo místico, es imposible hacerlo sin sentir esa pequeña sensación de vértigo en el estómago que siempre genera encontrarse con lo extraordinario. Giras en una calle a la izquierda y llegas
a la Avenida Michel Rondet, entonces al fondo, a unos cuantos cientos de
metros, divisas el comienzo del bosque, con su paso elevado, con su cartel
anunciando que estás entrando en el tramo 16, este año así era, numerados en
decreciente, como las curvas de Alpe d'Huez y una especie de agitación te
recorre todo el cuerpo. No es en cualquier lugar donde estás. Una marea de gente que camina en el mismo sentido que tú te
acompaña, casi se diría que te arrastra, ¿se puede caminar en otra dirección en
todo Wallers esa mañana? Justo a la entrada del bosque, a la izquierda, en la
pequeña explanada donde está el monumento a Jean Stablinski, el único ciclista
que ha cruzado el bosque por encima y bajo tierra, fue minero en Arenberg antes
que corredor, hay una pantalla gigante y varios puestos donde comer y beber y
mesas, es una fiesta y uno no puede dejar de sentir una envidia sana por lo que
supone el ciclismo en esta tierra y a la vez sentirse agradecido porque el
ciclismo suponga esto en algún lugar del mundo. A la derecha de la vía se
ubican unos pocos puestos donde comprar souvenirs
de la prueba, de allí nos trajimos hace tres años un adoquín como recuerdo.
Unas cuantas fotos y por fin nos adentramos en el pavés. Con la reverencia que
merecen los lugares santos, mi hermano y yo nos arrodillamos y besamos el pavés
de Arenberg ante la mirada divertida de algunos aficionados y abochornada de
nuestros amigos.
Elmiger, haciendo camino |
Caminamos unos cientos de metros
y a mitad del tramo elegimos un lugar donde comer. Jamón serrano y chorizo que llevamos desde Madrid. Queso, mucho queso, que compramos el día anterior en
Paris, esperamos que a los próximos que cojan nuestro coche de alquiler les
agrade esa extraña mezcla de olores. Unas buenas hogazas de pan, vino y
refrescos y ya tenemos el picnic
montado. Risas y bromas hasta que un rato antes de lo esperado el helicóptero
en el cielo nos alerta de la cercanía de la carrera. Apresuradamente recogemos
los restos de la comida y nos colocamos expectantes en la cuneta a esperar a
que lleguen. Que incomparable magia la de aguardar a que pasen los ciclistas,
cuanta expectación para tan insignificante lapso de tiempo, incluso en un lugar
como Arenberg, donde el paso se produce de forma algo más escalonada, el tiempo de
espera siempre es inmensamente mayor que el que los corredores tardan en pasar.
Y sin embargo o quizá por eso mismo, es un momento tan inigualable el de sentir
que la carrera se aproxima, el de escuchar el rumor lejano, como el rugido de
una bestia descomunal acercándose, el de divisar las primeras motos de carrera
que abren camino y la exigua figura de algo que parece un ciclista entre tanta máquina. Este año
fue Martin Elmiger, luciendo su maillot de campeón de Suiza, quien pasó
destacado por el lugar donde esperábamos. Más tarde vimos a Boom y un espasmo
de emoción nos recorrió el cuerpo al ver a Flecha ligeramente destacado del
resto de favoritos. Y si…
Hola, Fabian |
¿Qué haces aquí atrás, Tom? |
Vimos a Fabian cerca, muy cerca y
no reparamos en lo retrasado que pasó Boonen, quizá porque no esperábamos verle
tan atrás, para entonces ya marchaba descolgado por culpa de la avería que lo
tuvo unos minutos detenido en la cuneta. Sin tiempo para procesar lo que había
sucedido, volvimos al coche apresuradamente. Había que darse prisa si queríamos
llegar a tiempo de ver la llegada al Velódromo, tal y como habíamos hecho tres
años antes.
Un enorme atasco nos retuvo más
de media hora en la salida de Wallers y empezamos a aceptar lo complicada que
se había vuelto nuestra misión. No importaba, en realidad, ya nada importaba
porque todo lo que estaba sucediendo ya compensaba.
Y a pesar de todo, nos dio
tiempo a llegar a Roubaix y de quedarnos a unas pocas decenas de metros del
Velódromo. Y allí, apostados en la cuneta derecha del último kilómetro, vimos
llegar a Van Summeren y durante unos segundos algo más que una emoción nos
sacudió con la fuerza de una descarga eléctrica. Maillot negro con detalles
azules y blancos, barro en la cara… ¡sólo podía ser Flecha! Qué inmensa y
fabulosa alegría. Y que decepción cuando al verle pasar frente a nosotros nos
dimos cuenta de nuestro error. Aunque tampoco nos importó demasiado, no
habíamos ido hasta allí para confiar nuestro ánimo del viaje a la victoria de nadie. Todo
nos valía. Vimos pasar al grupo de Fabian, a Ballan y a Flecha, esta vez sí,
descolgado, y una vez que habíamos ubicado sobradamente la situación de
carrera, entramos en el Velódromo, no ver la llegada no tenía porque suponer no
entrar. Allí vimos llegar a la mayoría de ciclistas y cuando volvíamos al coche
comentamos que nos habían parecido muy pocos, luego nos enteraríamos de que habían tenido lugar numerosos abandonos y algún que otro fuera de control. Una última "foto de
familia" con el coche alquilado y el regreso feliz a Paris, disfrutando del hecho de que aunque puede que nunca volvamos a la Paris-Roubaix (o tardemos muchos años) lo que es seguro es que por muchos motivos nunca olvidaremos esta mañana de domingo del mes de abril de 2011.
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